Artefacto: una reflexión sobre los discursos del odio

Verás en la mirada del otro el nosotros absoluto e imposible, el reflejo de una técnica ramificada e imperante; pero verás quizás, también, el borde del tiempo, la razón desdoblada en humanidad; será entonces que nos veremos a nosotros mismos, transformados en infinito, con el aspecto de la materia y ya no más con la impostura del artefacto y sus raíces sedantes…*

El presente en varias partes del mundo ha estado marcado por una creciente manifestación de violencias que no es sino resultado de un viraje generalizado hacia la recuperación del régimen de los guetos. Ya varios autores han expuesto los peligros que las políticas de la identidad tienen si se arrojan hacia el reverso de las diferencias.

Los vítores de ya hace casi tres décadas, cuando se manifestaba un mundo de respeto y oportunidades generalizadas, hoy se derrumban escalonadamente y, aunque exista reticencia en dar crédito a proyecciones apocalípticas que describen un panorama de guerra inminente, valdría la pena detenerse a pensar el presente antes que nos rebase por completo el asedio a la razón.

El discurso del odio reaperturado poco a poco por la innegable crisis del modelo de democracia liberal y el modelo económico que lo soporta, ha tenido su aparición más visible en distintos escenarios mundiales. El ascenso de Donald Trump en Estados Unidos, del Lepenismo en Francia; los intentos golpistas en Turquía, los cambios violentos justificados a partir del derecho a gobiernos elegidos democráticamente (como el caso brasileño) o las políticas agresivas de figuras como Vladimir Putin en Rusia o Nicolás Maduro en Venezuela, entre otros casos, no son gratuitos. Incluso los arribos electorales de fuerzas conservadoras y autoritarias en países latinoamericanos como México o Argentina no pueden dejar de ser vistos como un reverso de las formas de vida libres.

Frente a la concatenación de estos escenarios, las posibles consecuencias pueden ser vistas con polémica, pero es necesario presentarlas para hacer conciencia sobre ellas; quedarnos con la creencia que los arribos autoritarios en pleno siglo de libertades y avances en muchas materias son únicamente un mal chiste, es lo que está terminando por aperturar y permitir lentamente el avance de un panorama cuyas similitudes con el que derivó en la Segunda Guerra Mundial no resulta distante; decir esto no significa que un nuevo conflicto mundial vaya darse de la misma forma y con los mismos métodos que hace 77 años; sin embargo, en ese año de 1939 tampoco las condiciones fueron las mismas que las de 1914 y los resultados, por demás, ya los sabemos.

La finalidad de este texto es reflexionar sobre las causas y consecuencias que pueden tener una serie de acontecimientos como los de la época contemporánea y la invitación a resistir a ellos desde nuestros distintos ámbitos de incidencia. Nada más perjudicial que cuando estemos frente al discurso de odio, le permitamos el paso o, peor aún, le repliquemos.

No podemos seguir mintiéndonos, los avances de este mundo en materia de integración se ven frágiles con el contexto actual; seguimos negando la evidencia recurrentemente puesta en escena. Somos sociedades racistas, excluyentes, velada o marcadamente, sin quererlo o queriéndolo, con inoportuna honestidad o con fina hipocresía. Seguimos tejiendo discursos desde la retórica de lo cotidiano; desde lo simuladamente coloquial, enunciamos frases que una vez posadas en las bocas de figuras públicas, en el mejor de los casos, nos parecen indignas, y en otros más preocupantes, hacen marcadamente presentes los insights colectivamente deseados y reprimidos.

Nos preguntamos, por ejemplo, con sorpresa, el ascenso de un personaje xenófobo en Estados Unidos, sin entender que la posibilidad que abrió su candidatura es la latencia de un síntoma que ocultó momentáneamente un tipo de desarrollo limitado pero aparentemente efectivo, que, sin embargo, al empezar su agotamiento, hizo emerger nuevamente las fobias fácilonas pero sumamente profundas de la subjetividad individualizada y racista de un sinfín de ciudadanos estadounidenses.

Sumado a las dinámicas políticas y de ascenso al poder expuestas aquí, están también los acontecimientos derivados del terror y estos hacen visible otra realidad innegable: nuestra empatía frente a la tragedia se viste de blanco y se maquilla occidentalmente, lo que si bien puede parecer comprensible, requiere también de una lectura decidida para evidenciarnos y permitirnos una profunda reconstrucción como especie.

Nuestra sensibilidad selectiva es normal sólo desde un punto de vista laxo, aquel desde donde construimos nuestras relaciones afectivas; sin embargo, la relación que tenemos como humanidad no debería ser una cuestión afectiva y lo es: justificamos o banalizamos la muerte alrededor del discurso del afecto. Hemos transitado sobre un mundo que nos hace pensar que no tenemos nada en común con el otro más lejano, ya sea porque esta lejanía la constituyen los kilómetros, el color de piel, el olor del perfume o la posición económica.

Es cierto que los atentados a ciudades, medios de comunicación y aeropuertos europeos enmarcan la imagen que mayor visibilidad ha tenido; pero eso no nos exime de pensar en los bordes y las fronteras más próximas, las de los pocos minutos y horas que nos separan del dolor de otras personas que hemos decidido hacer ajenas por que preferimos pensar que las conocemos tanto que nos adjudicamos el derecho de juzgarlas por los errores que creemos han cometido ,y con ello, hacer el papel de justificadores de las medidas inhumanas a las que luego son sometidos.

Frente a todo lo anterior, las políticas exclusivas y el ensanchamiento del imaginario del enemigo externo, nuevamente se colocan en un territorio donde raza y clase vuelven a jugar un papel casi natura de la forma que adquiere éste; gitanos, mexicanos, musulmanes, maestros, centroamericanos, “cachorros del imperio” y un largo etcétera son las palabras con las que adquiere forma el rival al que la humanidad desde distintos puntos intenta eliminar o “mantener a raya”. Polos extremos desde las izquierdas y las derechas, tocados por las mismas fobias, han producido velados totalitarismos que se van gestando lentamente y que colocan narrativas colectivas que legitiman represiones, usos excesivos de la fuerza y discriminación de personas y grupos en distintas partes del mundo.

El diagnóstico del estado de excepción permanente que denunció Walter Benjamin hace casi un siglo y que retomó Giorgio Agamben, hace un par de décadas, no parece tan lejano de resultar cierto. Si bien es verdad que el análisis de estos autores está muy apegado a un contexto europeo, hoy puede ser releído en otras partes del mundo a partir de las distintas figuras conceptuales que lo constituyen; campos de concentración invisibles, vida abandonada, sitios justificados legalmente y derechos simulados, en el mejor de los casos, y atropellados en el peor de los mismos, son tan soóo algunos de los casos que podemos insertar en la trayectoria analítica de lo contemporáneo.

Ahora, si bien es cierto que hemos concebido al mal desde nuestra tradición teológico-política justo con la finalidad de combatirlo; la discusión del presente tampoco debería ser ni moral ni apresuradamente nostálgica, pues la combinación de ello es justo el resurgimiento de lo que produce de manera paradójica aquello que pretende denunciar.

Vale la pena buscar y revisitar nuevas formas de resistencia y de cambio; si bien años de civilización siguen sin ser suficientes para entender la condición humana y el reflejo empático que ésta debería proveer a las miradas de los existentes, la rendición no es una expedición de la que deberíamos formar parte; hay mucha luz capaz de seguir siendo tejida y replicada.

Vale la pena dejar de negar frente al espejo que nuestra mirada no ha sido exclusiva, pues ello promueve una hipocresía inconveniente cuando estamos en el borde de un terror indecible. La vida y su transitar en ella no pueden seguir constituyéndose a partir de la negación, de su desdoblamiento pleno. La cultura, nodo central de nuestro gobierno sobre el mundo natural, requiere ser ampliada, pero también revisitada en sus formas finas, para evitar que con el pretexto del progreso, se sostengan dominaciones abruptas, quejosas y tiránicas.

Por último, es fundamental no olvidar la importancia de la palabra, la cual tiene dos potencialidades mayúsculas: la de ser enunciada y la de ser escuchada; hay épocas donde se vuelve necesario ser más un oyente sin por ello dejar de ser enunciante; no dejemos de explorar ambas posibilidades, tanto la del silencio emancipatorio y su gesto expresivo y de movilidad contra la indiferencia, como la de la palabra valiente, digna y articuladora.

* Texto del autor.

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