Especial #8M | Ni amigas ni rivales: la alianza femenina

La alianza femenina la veo cuando las mujeres dejan de lado el sentimiento de rivalidad y exigen, en un sólo grito, justicia. Foto: Jenifer Nava.

Cuando a Viridiana la golpeó su marido a la vista de todos en plena calle Madero del Centro Histórico, la única que la defendió fue una desconocida. La mujer le gritó al sujeto, quien, borracho, se quedó sin palabras. La extraña tomó del brazo a Viri y habló con ella para tranquilizarla. Luego buscó a una policía para que pudiera apoyarla. Después, juntas (Viri, la policía y la preocupada desconocida) esperaron a que llegara su cuñada, para que se la llevara a dormir con ella, al menos por una noche, lejos del marido violento.

Hace tres años fui testigo de esa historia. Conocí a Viri y vi cómo, de la manera más solidaria y sorora, tres mujeres se unieron para proteger a una de un hombre mucho más grande y más agresivo que todas ellas juntas. No pude saber qué pasó después, pero al menos esa noche ellas me demostraron que la unión femenina existe y que es lo más poderoso ante la violencia machista que miles de mujeres vivimos a diario.

Cuento esto porque previo al 8 de marzo, leí en redes sociales al menos a cinco mujeres (conocidas y no) que aseguraban: “Se quejan de los hombres, pero la verdad es que a veces entre nosotras nos criticamos más y somos peores entre nosotras. Tantita congruencia”.

Debo reconocer que la frase me enoja, me enciende mucho y me la tomo muy personal. Cuando era adolescente y no me consideraba feminista, yo la repetía constantemente. Decía que tenía más amigos hombres, porque las mujeres éramos más hipócritas y groseras y que ellos me trataban mejor.

Era mentira. Pero yo lo decía convencida, porque fue una idea que se me inculcó desde mis primeros años, sin saberlo. Era un precepto que venía de una tradición machista desarrollada en mi seno familiar, como el de muchas mujeres, el cual busca que nos veamos como enemigas para separarnos, para debilitarnos.

La antropóloga feminista Marcela Lagarde, en “Los cautiverios de las mujeres: Madresposas, monjas, putas, presas y locas” señala este antagonismo impuesto: la mujer buena, contra la mujer mala. La una contra la otra. El cual está muy bien representado con dos figuras: la esposa y la amante. Pero la verdad es que esa rivalidad entre iguales la vivimos siempre.

Entre niñas, por ejemplo, los familiares y maestros siempre comparan a las amiguitas, las hermanas o a las primas entre ellas. Felicitan a la que es la más graciosa, la más educada y obediente o a la que ha tenido más logros. Mientras le lanzan de vez en cuando a la otra: “a ver, como tú no eres como ella” y generan con ello una rivalidad, una competencia eterna entre las más pequeñas.

Como seres sociales, crecemos buscando alianzas. Entre las mujeres no las encontramos (o creemos no encontrarlas), porque nos sentimos más o menos que la otra, nunca nos vemos como la igual. Nos juntamos más con los varones, con quienes nos comparamos menos, porque ya los vemos distintos a nosotras por default. Y vemos, de reojo, a la otra con cierto recelo. Incluso aunque tengamos amigas, nunca las consideramos del todo como tal.

Vivimos en una paranoia constante. Que si la otra me quiere quitar al novio o que si ya me lo quitó. Que si la otra se cree más guapa que yo. Que si la otra tiene mejor ropa. Que si hizo una familia antes. Que si viaja más o tuvo una carrera más prometedora. Y entonces criticamos, insultamos y somos violentas.

Aprendemos incluso a no comunicarnos con nuestra madre, nuestras tías, que de todo nos regañan y nos someten. Creemos que nunca les pareceremos suficientes, porque siempre quieren que seamos más.

Y entonces emitimos esa frase tan armada, tan hecha, tan gastada de la que estamos convencidas: las mujeres somos más nuestras enemigas, somos peores que los hombres.

Ignoramos que, pese a que el patriarcado nos quiere desunidas, de vez en cuando no le hacemos caso y vemos lo hermosas que pueden ser las otras con nosotras.

En mi caso: mi madre siempre estuvo ahí para apoyarme y sacar adelante mis tareas día a día. Cuando tuve una relación psicológicamente violenta, quien siempre estuvo ahí fue mi mejor amiga para tenderme una mano, aún cuando estuviera enojada conmigo porque más de una vez la dejé plantada por él.

Quienes han ido por mí, preocupadas y amorosas, cuando estoy perdida o borracha, han sido mis amigas. Con ellas nunca me he sentido en riesgo de ser manoseada o violada. Ellas siempre me escuchan en cada situación de desigualdad en mi trabajo o con mi pareja. Claro que a mi alrededor reconozco que hay buenos hombres conmigo, que me apoyan, pero han sido ellas las que de verdad tienen empatía por mí. Ellas me entienden, porque viven lo mismo que yo día a día. Y se tragan cada uno de mis desprecios cuando las he hecho a un lado por un hombre. Aún así, están ahí para abrazarme.

Han sido desconocidas las que me han apoyado en la calle cuando notan que un hombre me sigue. Muchas señoras me han pedido que me vaya con ellas para sentirnos más protegidas. Preferí irme a vivir con una roomie mujer, a la que conocía menos, que con mis amigos de años, porque con ella me iba a sentir más segura. Me he hecho aliada de mujeres con sólo haber convivido con ellas un día, porque me han escuchado con atención y yo a ellas. A veces me llevo mejor con las novias de mis amigos que con ellos. Les creo más. Las considero más.

Todo eso porque cambié mi perspectiva. Porque gracias a los consejos de una maestra feminista, me cuestioné mi forma de comportarme y de ver a las otras. Si consideraba a todas como “las malas”, quizá era yo la que estaba siendo injusta.

Cada que mi tía o una chica dice categóricamente: “prefiero los hombres que a las mujeres” trato de respirar, de no atacar y cuestionarlas.

¿Ninguna mujer ha estado a tu lado cuando más lo necesitabas? ¿Con las mujeres te sientes en riesgo, de igual manera que ante un hombre? ¿Los hombres nunca han sido malvados contigo, nunca te han llamado “zorra”, “fea”, “tonta” de frente o a tus espaldas como aseguras que lo hacen las mujeres? ¿Te has acercado, en serio, con ellas? ¿Entiendes que esa competencia y rivalidad la has vivido desde niña porque te la enseñaron, porque la aprendiste?

Todos los días veo a mujeres que, aunque no se consideren amigas, dejan de lado el sentimiento de rivalidad. Lo vi hace 3 años con la desconocida, la policía y Viri en el Centro Histórico. Lo vi por miles en la marcha del pasado 8 de marzo, donde todas nos unimos, pese a nuestras diferencias, en un puño, en un grito, en un color: el de la exigencia de justicia. La alianza entre nosotras es difícil, luchamos contra una creencia patriarcal que nos ha sometido por décadas. Pero cuando nos rebelamos y rompemos el antagonismo, el niño patriarcado llora. El apoyo incondicional entre nosotras surge. Y ahí es donde todas, sin saberlo, nos hacemos más unidas.


Especial #8M: Miedo rosa


 

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