Especial #8M | Miedo rosa

Existe un miedo exclusivo de las mujeres, pero la mayoría se da cuenta de que lo tiene hasta que llega a la adolescencia. Se trata del miedo rosa. Foto: Jenifer Nava.

El miércoles trece de marzo del dos mil trece, supe que también estaba en mí. Eran alrededor de las cinco de la tarde, después de casi dos horas y media por fin iba acercándome al puente donde la combi me deja para llegar a mi casa. Recibí una llamada. Era mi madre. Me dijo que tuviera mucho cuidado y me apresurara a llegar. Al parecer mi papá había intentado ir por mí pero las calles estaban bloqueadas y no se podía pasar; mi madre se escuchaba alterada, pagué mi pasaje y bajé.

Mi colonia nunca ha sido un buen lugar para llegar, todo en ella te rechaza: las calles sucias, los callejones sin salida, el abandono y la inmundicia. Pero esta vez era diferente, todo eso se hacía más evidente y al mismo tiempo pasaba a segundo plano. Vi pasar alrededor de diez camiones, cinco camionetas y tres carros, todos tenían escudos del gobierno. Entonces comencé a notar que el gris de las calles tenía algo diferente, todo se veía opaco. No me dio tiempo de asustarme, sólo de sorprenderme, nunca en mi pueblo se habían visto tantos elementos policiacos juntos. Cuando el último vehículo se alejó, me apresuré para llegar a mi casa, conforme iba acercándome podía distinguir mejor el panorama, no era gris el color que cubría las calles, era un blanco opaco, como una especie de neblina. Encontré a mi padre en la esquina y me acompañó a la casa. Al llegar, mi madre y mi hermana corrieron a saludarme preguntando si no me había sucedido algo en el camino.

—¿Qué pasó? —pregunté a mi madre, mientras me quitaba la mochila.
—Intentaron linchar a un secuestrador —respondió ella haciendo una mueca que no me comunicaba nada.
—¿Dónde pasó eso?
—En la explanada, frente a la iglesia.
—¿Tú estabas ahí?
—Fuimos por tu hermana, sus amigos la vinieron a dejar en un carro, pero no podían pasar hasta aquí y le dije a tu tío Juan que me acompañara. Cuando llegamos la policía había empezado a lanzar gas lacrimógeno para dispersar a la gente y casi no se podía ver nada.
—Me trajo Alejandro —dijo mi hermana, todavía pálida—. Veníamos por la carretera cuando vimos las vías del Mexibus bloqueadas con piedras. No se podía pasar y tuvimos que regresar para entrar por la calle de la iglesia, por poco no dejan salir a mis amigos.
—¡Fue lo primero que le dije a tu hermana! ¡Que se alejara de la iglesia, ahí es donde estaba pasando todo! —gritó mi mamá alterada.
—Había una camioneta del forense, creí que habían matado a alguien —agregó mi hermana mientras se sentaba en uno de los sillones.
—No —intervino mi mamá—. Dice tu prima Maru que la policía llegó a tiempo para llevarse al secuestrador antes de que la gente lo linchara.
—Y siguen llegando —añadí—. Cuando venía para acá vi pasar muchos camiones de la policía, eran más de diez.
—¿Por qué no los enviaron antes? —preguntó mi mamá afligida.
—Pues de seguro nadie había avisado que tenían atrapado al secuestrador —dije.
—No me refiero a eso, ¿por qué no los enviaron mucho antes? Cuando comenzaron a llevarse a las niñas.

Mi madre tenía razón. Desde que comenzaron los secuestros ninguna patrulla vino para vigilar las calles, ningún policía asistió a las escuelas, como reclamaban los padres, pero ahora llegaban, cientos y cientos de ellos, policías dispuestos a atacar al pueblo al que en un principio se negaron a defender. En ese momento llegó mi padre que había salido para informarse con los vecinos y asegurarse de que los disturbios no llegaran hasta donde vivíamos.

—Va a pasar lo mismo de siempre, lo van a soltar cuando el pendejo ese les dé dinero, siempre es igual. Por eso empezó todo, la policía lo iba a dejar libre y fue cuando el pueblo quiso hacer justicia propia —dijo enojado.
—No han de tener hijas esos desgraciados —pronunció mi mamá mientras movía la cabeza negativamente.
—Ay, yo no sé qué pensar —dijo Talía, que se había quedado pensativa durante un rato—. A esos idiotas los meten un año y luego los dejan salir, sabemos que están ahí, pero, ¿nuestras niñas dónde están? ¿Si es tan fácil liberar criminales por qué no es igual de fácil liberar a las mujeres que esos imbéciles secuestran?

En ese momento llegó mi abuelita acompañada de Maru, para saber si Talía y yo habíamos llegado bien. Después de un rato charlando, Maru se quejó:

—¡Esto sí era hacer justicia y llegaron los policías a chingarlo todo!
—¿Esto? Esto no es justicia. Justicia sería volver a ver a nuestras niñas, esto es miedo y dolor —contestó de manera firme mi abuelita.

Al día siguiente me enteré de lo que había pasado. Al parecer dos hombres habían querido llevarse a una niña cerca de la primaria, afortunadamente unos señores alcanzaron a escuchar los gritos de la niña y fueron a ayudarla. Agarraron a uno de los hombres y llamaron a una patrulla, pero los policías no lo consignaron y entonces los señores decidieron llevar al criminal a la explanada del pueblo, pasando por la carretera donde los pobladores de la colonia realizaban un paro en demanda de seguridad y reclamando la búsqueda de las ocho jóvenes desaparecidas. Al correrse el rumor, los manifestantes corrieron y, al poco tiempo, más de mil habitantes se habían congregado en la explanada. Después de golpearlo brutalmente, subieron al secuestrador en el kiosco y lo hicieron confesar. Después empezaron a llegar más de cuatrocientos policías antimotines, que intentaron rescatar al secuestrador, lo sacaron inconsciente y, al ver que los habitantes no querían que se lo llevaran, comenzaron a lanzar gases lacrimógenos para dispersar a la multitud.

Al día siguiente, jueves catorce de marzo, comencé a buscar noticieros que narraran lo ocurrido, encontré varios. El noticiero de Cadena tres, que se trasmite por el canal veintiocho, reportaba lo siguiente: “habitantes de Santa María detuvieron e intentaron linchar a un presunto delincuente quien supuestamente había secuestrado a varias niñas de la zona, los habitantes entregaron al sujeto a la policía, pero como no lo consignaron decidieron hacer justicia por mano propia […] el presunto delincuente fue rescatado y se encuentra en estado de profunda gravedad”.

Ese mismo noticiero narró también lo que ocurría el jueves, diciendo que “a la mañana siguiente del intento de linchamiento, el pueblo se convirtió en un pueblo fantasma”. Me llamó la atención ese comentario. Para mí, el lugar donde vivo siempre ha sido un pueblo fantasma, casi nunca hay gente en las calles, después de las nueve es difícil ver negocios abiertos o personas rondando, sobre todo porque no hay iluminación pública y las calles son muy oscuras. El reportero también mencionaba que “se vivía psicosis”, pero la psicosis ya se vivía desde antes. Se trataba una etapa más avanzada del miedo, la paralización.

Azteca noticias narraba la llegada de los policías mencionando: “luego de más de tres horas, la fuerza pública reaccionó”. Mi amigo Lucas había llegado hace un par de minutos y estaba viendo los noticieros conmigo, comentó:

—Esa no es la fuerza pública, la fuerza pública es el pueblo, los policías son, en todo caso, la fuerza privada. No trabajan para todos, sólo para unos cuantos.

Lo miré y asentí con la cabeza.

—Creo que las autoridades no han hecho ninguna investigación, todavía siguen llamando al sujeto “presunto delincuente” —afirmé mientras comenzaba a buscar videos en internet.
—Lo malo es que en este país hay presuntos delincuentes, pero no presuntas víctimas. Esas niñas están siendo ahora prostituidas o torturadas, de eso no hay duda.

Una de las madres entrevistadas dijo que pedían apoyo de militares, pero no de policías porque en los policías no se confía. Era verdad. En Ecatepec no se cree en los policías, pues está más que confirmado que muchas veces en lugar de proteger, son ellos los que agreden a la población, el cuerpo policial de este municipio es uno de los más corruptos del estado; no infunden respeto, sino miedo y asco. Pero la señora se equivocaba al creer que el ejército le brindaría la seguridad que reclamaba, pues como le señalé a Lucas después de ver eso, “el ejército es la misma chingadera, pero con distinto uniforme”. Entre las plagiadas se encontraba una joven de quince años, en el reportaje, su padre narraba cómo se llevaron a su hija mientras iba con su hermano a una tienda que está por la avenida Pizarro. Yo vivo en esa avenida, yo voy a esa tienda. Pude haber sido yo.

El sábado dieciséis de marzo se convocó a una reunión en el auditorio de la colonia para determinar qué medidas se tomarían. Lucas fue y, cuando regresó, me contó que básicamente se seguía reclamando lo mismo: seguridad en las escuelas, que se investigara al secuestrador (porque ellos no lo llamaban presunto) y la localización de las jóvenes. También me informó que se había firmado un acuerdo con el Ayuntamiento, donde proponían poner fin a las manifestaciones a cambio de más vigilancia y presencia policiaca.

Lucas y yo comenzamos a leer los comentarios que algunas personas escribían con respecto a los videos de lo ocurrido el miércoles. En muchas de las opiniones llamaban a los habitantes de mi colonia “cavernícolas” o “salvajes”. Desconocen que esa gente inculta, si en algo es conocedora es precisamente en la injusticia y negligencia de la que son víctimas todos los días. Si son gente irracional e impulsiva, es porque eso han aprendido

En mi pueblo, la biblioteca pública es un chiste, la seguridad una leyenda y la justicia tan solo ese platillo caro que nunca podremos pagar y del que siempre estaremos hambrientos. No apruebo lo que hizo la gente, pero lo entiendo. Claro que lo entiendo. En contraste con los anteriores, había otros comentarios que manifestaban una indignación similar: “Cuando pierdan a algún familiar debido a un secuestro y sepan que éste queda libre a los dos años, entenderán que a veces hacer esto es justo” y “Secuestran a ocho personas, nadie hace caso… Golpean a un delincuente y ahora sí aparecen quinientos puercos, puta madre, esto siempre pasa en México”.

Mi madre duró tres días con la garganta irritada por el gas lacrimógeno, mi hermana no quiso ir a la escuela durante una semana. Sólo los hombres salían, yo me enteraba de lo que pasaba por las notas informativas y por Lucas, quien venía diario a mi casa para contarme lo que ocurría en la colonia. No, nuestra situación no era tan fácil como decían los reporteros, ojalá hubiéramos sido un pueblo fantasma, pero éramos reales, estábamos vivos y por eso temíamos. Nosotros, a diferencia de los fantasmas, teníamos todo que perder.

Me encantaría decir que la policía cumplió su palabra y hubo más seguridad en las calles, pero esto no es realismo mágico, esto es realismo trágico. El sábado cuatro de mayo mi familia realizó una fiesta para celebrar el cumpleaños de mi abuelita. Yo acababa de llegar cuando vi a mi papá entrando rápido a la casa y detrás de él a mi prima Andrea cargando a su hija Mariana (de seis años). Entré y vi cómo tenían a Mariana sentada mientras le daban un bolillo y le acariciaban la cabeza para que se calmara y dejara de llorar. Me aterré. Amo a Mariana desde que nació y desde que nació lamenté que fuera mujer. Mi prima me contó que habían ido a la tienda cuando vieron cómo unos hombres habían intentado llevarse a una mujer. Una vez que mi sobrina se calmó y la vi fingir una sonrisa para que nos tranquilizáramos, decidí ir con mi papá.

Su pantalón tenía manchas de sangre. Llegué cuando él le narraba a mi madre que unos tipos se habían querido llevar a una chava que llegaba en su auto, la mujer comenzó a gritar y de inmediato salieron varios vecinos para ayudarla, mi papá iba llegando del trabajo, así que se les unió. Uno de los tipos logró escapar y a otro lo agarraron y comenzaron a golpearlo con palos y piedras, después llamaron a una patrulla y se lo llevaron para declarar. No le pregunté nada a mi papá. Sabía qué había hecho y por qué. Algunos sábados llego de trabajar en el carro. Pude haber sido yo.

Ya pasaron casi dos años desde el intento de linchamiento y nada ha cambiado. Ahora estamos seguros de que nadie nos salvará, de que nadie nos apoya. Los noticiarios reportaron primero nuestra desesperación y salvajismo, después nuestra tensión y “psicosis”, pero nadie hizo nada para ayudarnos y cambiar nuestra situación. En el grito de nuestra angustia sólo vieron el aullido lastimero de un perro rabioso, ven al animal que quiso atacar, no al que se quiso defender. Odio el lugar donde vivo, pero sobre todo, odio ser mujer. Y mientras escribía esto, tratando de que las lágrimas y los latidos desesperados se fueran, llegó mi abuelita y me dijo que anduviera con mucho cuidado porque habían querido llevarse a Ximena, dos hombres intentaron meterla a una camioneta, pero la gente lo impidió. Conozco a Ximena desde que teníamos cinco años y no dejo de pensar, todo el tiempo… que pude haber sido yo.

Existe un miedo exclusivo de las mujeres, se aloja en ellas desde que son niñas, pero la mayoría se da cuenta de que lo tiene hasta que llega a la adolescencia, pues en un principio se manifiesta solamente como un nerviosismo que pasa inadvertido. Se trata del miedo rosa, un miedo que nos impide caminar tranquilas por las calles, salir arregladas y hasta sonreír. Parece ser un mal hereditario con el que nos educan desde que nacemos, algo congénito o muy arraigado, como si nos hubiera sido trasmitido desde el pecho de nuestras madres al ser amamantadas. Tememos porque somos mujeres y ahí es donde comienza todo: nuestro sexo nos castiga, somos el sexo que duele, el género que sufre, el que teme.

No lo decimos, pero todas lo sabemos: pudimos ser nosotras, en los carteles que invaden las calles, en los letreros que cargan los padres desesperados por justicia, pudimos ser nosotras en el colchón de un lugar clandestino, en una camioneta sin placas que se pierde, en un cuarto oscuro, en una vida que sabe a muerte, en una muerte que duele por ser vida. Cada que vamos a llegar de la escuela, cada que salimos de casa, cada vez que oscurece y estamos en la calle, no hay un pensamiento en nuestra mente que no nos recuerde que somos blancos fáciles, y fáciles no por ser torpes, sino por ser mujeres, porque no tuvimos la fuerza o la destreza necesaria para nacer varones, porque no dependía de nosotras, porque tener pechos y vagina es aquí una maldición.

Cuando vamos en la calle nos agarramos el cabello, es una regla implícita entre las mujeres en las que se ha desarrollado más el miedo rosa. No usamos el cabello suelto porque hace más evidente nuestra feminidad, no usamos faldas, no usamos accesorios ni nada que llame la atención. No salimos muy maquilladas, nos alejamos de la orilla cuando vamos por la banqueta. Y todas estas medidas son tan naturales para nosotras como lo es para un hombre caminar. Ya sabemos lo que tenemos que hacer, ya sabemos lo que implica ser mujer y sobre todo, lo que implica ser mujer en este lugar.

Si no eres mujer, no entenderás el alcance de mis palabras, no podrías ni siquiera imaginarlo, porque es muy simple temer a la muerte, pero no comprenderías lo que es temerle a la vida. De niña nunca me di cuenta de que lo tenía, de que estaba en mi sangre y en mi caminar. Ese miedo rosa que me heredaron mi madre desconfiada, mi abuela robada y mi bisabuela maltratada, la bendita maldita herencia que nunca pedí. No lo había notado, pero el miércoles trece de marzo del dos mil trece, supe que también estaba en mí.

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