Por Yoan Arreola Martinez
Un año comienza y el amargo de mi boca aún no se ha marchado. Escribo estas líneas ya entrado el fulgor de la mañana. Somnoliento, semi ebrio, casi famélico, pero aun de pie, he visto el año nuevo parirse a sí mismo, como los enamorados besos apasionados e ilusionados; yo, aquí, tan cansado de mí, como el universo de preguntas tontas que no tienen respuesta propia, sólo hechas para complacer nuestro infinito vacío.
He quemado grandes y olorosas torres blancas de tabaco sobre mis dedos, las he visto consumirse lenta y apaciblemente como mi espera, como mi paciencia; sigo aquí decidido, con esperanza e ímpetu, esperando que venga el olvido de un cuerpo amargo que nunca fue mío, besos de sal que no quemaron mi boca. En noches frías como ésta, a veces, me siento solitario, frágil, enfermo, pero de pie asumo mi posición final y estoica hacia el olvido.
Soy tan joven, pero siento tristeza de mí mismo por haber nacido tan viejo; con un corazón que pareciese de 90 años pero que siente cada segundo vivido como si de 10 se tratara. Pero explota de júbilo, de amor, de tristeza y de los horrores y terrores del mundo, que el agua de ningún bautismo, jamás podrá borrar del rostro.
Pienso, estiro los primeros segundos del día, buscando la pista de la conexión cósmica que pueda obsequiarme una sonrisa, la mía, la tuya, del extraño, tan sólo, demonios, una sonrisa. Aunque este inicio de año ya comienzo con este cansancio incesante hacia mi pluma, como cansado se siente mi corazón; agoto los terrenos de la retórica, la semántica: aquí vivo, tonto, sucio y a veces un poco llorón, pero desenfrenadamente inmóvil, hasta que sólo la decisión de la vida o la muerte pueda ser tan hábil para alcanzarme.