Una tarde febril
habíamos escapado.
El pánico, una antorcha oscura en el sendero.
pintaba un caligrama de sombras agitadas
entre las arboledas,
Tranquila y sin mirarme,
contemplando la noche moribunda,
tus dedos deshacían la maraña del tiempo.
A solas, murmurabas
¿Dónde habían quedado
el frío de las tundras y el fuego de los médanos
que nunca visitaron nuestros ojos?
A solas, respondía
¿No sería mejor
llenarnos las gargantas de la nieve
que nos lega el silencio
y dejarnos hundir en las arenas
de un hoy interminable?
No podría pensar en el retorno
triunfante a aquellos días.
Persiguiendo en la niebla soles negros,
busco la absolución, un pájaro extraviado,
los médanos, las llamas, tu balada.
Y qué encuentro: fracturas, polvareda,
libros ajados, calles desgarradas
y entre ellas un cortejo de hombres que desesperan
cuando, con reverencia, miran el precipicio
ascendente en el cielo abandonado:
la postrera oquedad
que no es Dios
ni el sentido
de sus letras.
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