Podríamos tener a bien pensar
en el final de todas
las cosas que miramos a nuestro alrededor:
una partícula borrosa en un cuaderno que creímos perdido,
la roca de los días
que hace mucho rodó de nuestras manos.
Podríamos pensar, es cierto, en esas viejas pertenencias
de cuya incertidumbre
solo somos capaces
de presentir sus más sutiles símbolos.
No es que estos sean tiempos muy propicios
o útiles para ver
lo que se encuentra más allá de nosotros.
Deberían bastarnos
la palabra, la música, el gemido,
en fin, lo que llamamos con fervor precipicio.
Pero bien lo sabemos: somos hombres
rendidos a la carne
del siguiente segundo,
nunca a la impermanencia del abismo
o al deshielo del sueño.
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