El Estadio Azteca lucía sus mejores galas. Eran los cuartos de final de la Copa del Mundo de México 1986. Argentina e Inglaterra buscaban su pase a las semifinales del torneo.
El partido fue ríspido. No sólo era el pase a la semifinal del Mundial, también se jugaban el orgullo. Era la extensión de una batalla por el territorio, la única forma de vengar la afrenta de las Malvinas.
Y entonces apareció el “10” de la albiceleste. Con su magia, marrullería y genialidad transformó un partido y regaló su más grande obra al futbol.
Las palabras nunca alcanzarán para describir aquellas dos jugadas: La mano de Dios y el gol del siglo. Esas acciones que sintetizan la carrera de uno de los más grandes del futbol mundial.
Corría el minuto 5’ del segundo tiempo. El partido continuaba empatado a cero. Diego Armando Maradona tomó la pelota en tres cuartos de campo, con una finta se quitó a dos defensas ingleses y quedó a merced de la media luna.
Con la marca de tres jugadores rivales, le tocó la pelota a Jorge Valdano. El delantero intentó darse la vuelta para ingresar al área, pero la pelota terminó rechazada por su marcador.
Entonces vino la magia.
“El pelusa” entró al área. Brincó como buscando tocar el cielo. Y lo logró. Su mano, discreta, como si fuera de Dios, empujó el esférico tan rápido que nadie lo notó.
La pelota, su eterna amiga, concluyó en el fondo del arco. Pero Maradona no festejó al instante. Tardó milésimas de segundo. Miró al abanderado para convencerse de que su acto de magia se había concretado.
Nadie dijo nada, quizá porque el mundo quedó maravillado con la jugada del “Cebollita”.
Y entonces sí llegó el grito de gol. Maradona corrió, saltó, se dejó abrazar por sus compañeros, y querer por las 100 mil personas presentes aquella tarde del 22 de junio de 1986 en el Estadio Azteca.
Los ingleses reclamaron. La repetición desveló la jugada. Nada se podía hacer. La mano de Dios había nacido.
Pero Diego, el Diego de las contradicciones, de los momentos más sublimes y bochornosos del futbol no se podía quedar así.
Cuatro minutos después, al 9’ del segundo tiempo, volvió el Diego Mágico.
“Siempre Diego”, relató el argentino Víctor Hugo Morales, cuando Maradona tomó el esférico en el medio campo. Con dos pisadas se deshizo de sus marcadores y comenzó su avance hacia el área rival.
Su melena y figura levantaron la pasión del Azteca. Recortó y dejó sembrados a dos defensas más.
A cinco metros del área grande, sobre la banda derecha, aceleró. “Ahí está”, narraba Morales, justo cuando el Diego enfrentó al portero inglés. Tras dejarlo tirado y con la barrida del central por detrás, el “10” disparó.
El balón rompió la red. El grito de gol perforó gargantas. Diego Armando Maradona había firmado su más grande poema a la pelota.
Y entonces volvió a tocar el cielo. El Azteca y el mundo del futbol se rindieron ante él. Diego había concretado su venganza contra los ingleses. Maradona había firmando su más grande obra futbolística.
Días después llegó al consagración. El “10” no marcó en la final ante Alemania, pero sus pases fueron indispensables para que la albiceleste se coronara como campeón del mundo.
Y cuando el partido terminó, Maradona cumplió la promesa
“Mi sueño es jugar el Mundial. Y los segundo es salir campeón del Mundo”, dijo una vez un pequeño Maradona.
Aquel 22 de junio de 1986 lo cumplió. Frente a 100 mil aficionados y una lluvia de papelitos, Maradona tomó la copa entre sus manos, la besó como si fuera lo más anhelado por su vida y gritó.