Todo el mundo dice que los fantasmas salen horas antes de las 12 de la noche, al menos aquí, en la Romita, mi barrio. Para mí es una gran mentira. Nunca he visto a uno solo con todos esos adornos que supuestamente traen.
Según mi abuela, ninguno se parece y todos tienen algo distintivo. Su comadre, asegura, lleva a la fecha el mandil con el que se limpió después de masticar uno de los tamales que ella misma hacía. Pecado mortal para los comerciantes, pues nunca deben probar lo que venden.
También me llegó a contar que don Rafael, primer dueño de la vecindad donde ella vive, sigue llevando el mismo sombrero café donde guardaba los billetes de la cobranza.
Como sea, todas esas leyendas son algo inverosímil. Quién en su sano juicio creería que el espectro de una vecina lleva cada mañana el jabón Foca y aparta los lavaderos.
Sin embargo, y aunque me rehuso a creer en las palabras de mi mamá la grande, siempre salgo bien abrigado. Según ella, si caminas tapado desde antes de la puesta de sol, evitas el saludo o la mirada de alguno de ellos porque siempre tienen calor y, el simple hecho de ver un suéter, les provoca un sudor agonizante y los convierte en vapor o vaho de niño.
En una ocasión acompañé a mi primo Samuel a comprar unas quesadillas con doña Lety. Mi mamá no tenía ganas de cocinar y nos pidió traer la cena. Como siempre me puse mi chaleco y mi gorro de estambre. Samuel, al ser un año más grande se sentía más maduro y no quiso hacer caso de las advertencias de la abuela.
—¡Ay mamá!, cómo puedes pensar que por un saludo nos vamos a convertir en fantasmas y estaremos condenados a ser parte de la Romita para siempre.
Tomó el dinero y salió sin escuchar réplicas. Corrí tras él no sin antes tomar la gabardina de mi Abuelo.
—Ten, póntelo. Has caso.
—Ya crece, Andrés. Deja de creer en tonterías.
—Pero…
—Ya güey, si me vas a estar molestando mejor vete a la casa.
Y siguió hasta el puesto de Lety. Como nunca, me puse nervioso por las historias que, conforme avanzaban los minutos, hacían eco en mi cabeza. Samuel estaba muy tranquilo. Parecía que realmente no le afectaban los mitos con los que crecimos durante 15 años.
Nos entregaron el pedido y regresamos a la casa. La oscuridad caía como tonel y cada vez más bultos cobraban forma. Las sombras se volvían personas y poco a poco se delineaban sus rostros, que empezaban por la boca y concluían con los ojos. Trataba de no voltear a verles, mucho menos cruzar palabra. Samuel seguía tranquilo.
En la esquina para entrar al callejón que daba directo a la vecindad, Samuel giró primero; se adelantó por dos segundos y ya no estaba. No había nadie. Entré en pánico y comencé a gritarle. Trataba de calmarme a mí mismo y pensar en que era una broma como muchas de las que me hacía con su palomilla.
Los postes daban una tenue luz cenital pero mientras más trataba de llegar a ellos, parecía que avanzaban. Casi veía sus risas burlándose de mí.
Una mano tocó mi hombro, no quería voltear pero cuando escuché la voz me tranquilicé mucho.
—¿Dónde estabas?, ¿no que no quieres volverte uno de ellos? Anda, vamos a dejar las quecas que ya se están enfriando.
Caminamos hasta la casa. Mi abuela ya estaba un poco desesperada pero no nos llamó la atención.
—Chamacos estos, siempre tan mal mandados. Órale Andrés que ya hace hambre.
Mi mamá ya había puesto la mesa. Mientras acomodaba el último mantel, vi la marca de su anillo de matrimonio. Tenía cinco años de no llevarlo puesto. Se me hizo raro y en eso voltee a ver a mi abuela; sus huaraches eran los mismos que mi padre le había regalado antes de irse a Estados Unidos, los cuales tiró cuando le pidió que si quisiera nos echara porque ya tenía otra familia.
—¿Qué te pasa?— Me dijo Samuel con una sonrisa que asomaba el diente de metal que le pusieron a los cuatro años a causa de los dulces.
—¡Todos son fantasmas!
—Sí, también tú.
—Eso no es cierto.
—Pero claro que lo es— interrumpió mi mamá.
—Abuela, esto no es verdad.
—Lo es, hijo.
—¿Pero cuando pasó, en las quesadillas?
—Oh no. Hace tiempo cuando saliste a jugar con tus amigos. Recogiste el balón en el techo de don Fernando y en cuanto te lo dio te volviste. ¿Ya recuerdas?
—¿Pero por qué me decías esas historias?
—Teníamos que prepararte.
—Entonces, ¿ya no sirve de nada mi chaleco?
—Nunca sirvió— dijo mi mamá —Para evitar a los fantasmas tenías que salir completamente abrigado y tú salías con los brazos descubiertos.
Me senté a comer e hice memoria. Ahora ando destapado siempre, la verdad, no me quiero convertir en vapor de ningún tipo.