Sus ojos se posaron sobre los míos. Su mirada tenía un brillo especial, ese que invita a perderse en su profundidad y nadar por sus aguas desconocidas con el deseo de descubrir su esencia. Desde que la conocí, quedé colgado de sus ojos y esos labios convertidos en delirio. Hacía unos meses que la había conocido, un junio de 2011, y ya sentía que la quería.
La noche nos había alcanzado, tras perdernos en las entrañas de la ciudad y del metro. El olor a palomitas, la tarde cayendo sobre la explanada de Bellas Artes, su voz deshaciendo mis silencios, mis ojos colgados de los suyos. Emprendimos el regreso a casa, con la esperanza de volver a vernos el lunes. No prometimos nada, pero una corazonada parecía revelarnos que así sería.
Camino al metro Nezahualcóyotl, rememoré la tarde que la conocí: corría por uno de los costados del auditorio. El silencio daba paso a la voz en el estrado. Su bolso se meneaba al compás del rápido andar. Su cabello era como la nuez a la sombra.
Le resaltaban los labios, apenas rojos, anchos pero delicados. De ojos esquivos y con tendencia al color de la almendra, miraba en busca de un lugar para sentarse. Lo encontró a la mitad del auditorio. Se sentó y giró su cabeza…
Fue un instante, una brisa que alivia el sopor, el cosquilleo estomacal. La necesidad de no apartarse nunca. Fue una mirada, el destino cayendo sobre los hombros. El anhelo del mañana. Fue una sola mirada.
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Sonreía. Al llegar a la estación, iniciamos el ritual de la despedida. Me miró. Nos abrazamos y volvió a posar sus ojos sobre los míos. Quizá no había sucumbido a una mirada tan dulce como la de ella, como la de aquella noche de enero de 2012, cuando nuestros caminos comenzarían a juntarse para enfrentar las alegrías y dificultades de la vida.
Abrió sus labios para preguntarme aquello que tanto anhelaba. Le dije que sí, mientras entendía que el brillo de sus ojos, la ternura de su mirada, era la invitación aventurarnos en la más bella perdición del mundo: el amor.