Por: Miguel Torres Caudillo
Durante seis meses, Ed fue mi mejor amigo. Nos conocimos cuando yo tenía ocho años, en la boda de la tía Euclides con su cuarto marido. “El mero mero bueno”, presumía ella, sin recordar que en su momento también dijo lo mismo de sus tres ex esposos.
En fin, en medio de la algarabía, el nuevo tío Gonzalo nos reunió a sus recién descubiertos sobrinos y nos presentó a sus “chamacos”, como los llamaba él, esas ínfimas criaturas que, de tan feos que eran, desconocíamos si eran adoptados o sólo unos pobres diablos. A pesar de su carencia de gracia, había algo en el pequeño grupo que inspiraba cierta simpatía hacia ellos.
Eso fue lo que me atrajo de Ed, esa chispa en su mirada que pedía a gritos caridad, una desazón que rimaba bien con su piel estriada y su papada derretida. De inmediato, hubo una conexión entre ambos, esa clase de lazo instantáneo que sólo los niños saben teorizar, quizá porque, en el fondo, también yo era un niño que exigía otro tipo de limosnas.
El tío Gonzalo era una persona de orígenes humildes. Tan humildes que sólo eso le sabía dar de comer a sus chamacos. Y esa clase de nutrición cobraba réditos en el aspecto de su progenie. Ed y sus hermanos eran varillas clavadas en la tierra, casi al borde de la inanición.
Por tal motivo, a los sobrinos se nos inscribió en el programa “Adopta a tu miserable favorito”; yo escogí, sin dudarlo, a Ed. Después de horas de labor de convencimiento, mis padres por fin escucharon mis súplicas de recibir a un nuevo miembro en la familia, situación que aceptaron con algo de reticencia y sólo bajo ciertas condiciones; la más importante: que debía comprometerme al cien por ciento en mi papel de hermano mayor.
Ed era curioso y juguetón, pero conmigo era muy llevado al principio. Si me acercaba demasiado o intentaba quitarle su comida, me clavaba sus garras en la piel. Así era su carácter. Muy volátil. Su comportamiento mejoró conforme se sentía más a gusto en la casa, incluso llegó a saber lo que me hacía sentir mejor, cosa difícil porque ni yo sé qué es lo que me hace sentir bien.
Como siempre fui hijo único, la presencia de Ed era bien apreciada. Hasta antes de su llegada, a los únicos que recibía en mi alcoba eran a mis amigos imaginarios, que de imaginarios no tenían ni jota, ya que se llamaban Power Ranger Verde y Mujer Maravilla Hombre.
De esta manera, Ed fue mi fiel compañero de cuarto. A pesar de que mi casa era del tamaño de un huevo (forma que para él no resultaba extraña, sino familiar), los espacios se ensanchaban con su sola presencia. Esas cuatro paredes se tornaron lo más parecido a un hogar gracias a Ed y a nuestras travesuras juntos: esconder la peluca de la abuela, robar manzanas del mercado, defecar en los sillones, hacer jirones la Biblia de mi padre.
Cuando no estábamos en alguna aventura, pasábamos largos ratos conversando a moco tendido. Él tenía el don de saber escuchar, lo que fue raro para mí, ya que antes de Ed no sabía que tuviera mucho que decir: Power Ranger Verde y Mujer Maravilla Hombre eran unos narcisistas que pocas veces me daban la oportunidad de hablar.
El asunto que más los inquietaba a mis padres era la alimentación de Ed; incluso llegué a creer que ellos se preocupaban más por la comida de mi amigo que la mía, tal vez esto se debía a la condición de palo en la que mi amigo arribó.
En fin, mis padres se propusieron la tarea de salvar a Ed, así que lo sometieron a un régimen alimenticio muy riguroso. Funcionó. En cuestión de días, éste pasó a ser un globo de Cantoya. Justo cuando pensaba que no podía ser más feliz, una tarde lluviosa nos visitó el nuevo tío Gonzalo. Venía por Ed. Mi amigo no lo recibió gustoso.
¡Y cómo no iba a suceder esto! Detrás del semblante de tormenta del tío Gonzalo, cargaba un martillo en su mano derecha. Sin advertencia ni misericordia, azotó el mango en la frente de mi mejor amigo. Al instante, falleció.
Lloré inconsolable durante horas. Los seis meses de hermandad desaparecieron bajo el golpe de un martillo. No más triturar Biblias ni ocultar pelucas ni defecar en sillones. No más aventuras.
A mitad de mi depresión, mamá entró a mi habitación con un tazón; lo dejó en una cómoda y me besó en la frente. Guiado por los aullidos de mi estómago, di un sorbo al tazón. Un calor recorrió mi garganta. Era caldo de guajolote. ¡Maldito Edberg, pájaro ruin, lo hiciste otra vez! Sólo tú sabes cómo hacerme sentir mejor.