Hace tres décadas, aproximadamente, mi abuelo, apasionado del fútbol, llevó a su equipo a jugar a lo que entonces debía ser una lejana costa veracruzana: Tuxpan, donde encontró a otro joven más o menos de su edad que, al igual que él, era un pambolero entusiasta; con el tiempo, cada uno formó su familia y años después, ambos integraron equipos de futbol con sus hijos. Luego éstos comenzaron a casarse y a tener hijos, por lo que unos y otros se hicieron compadres.
Así se comenzó a tejer una amistad que ha durado más de lo que quizá ellos mismos imaginaban, pues hasta ahora, somos tres generaciones que continúan con esos lazos de afecto, aunque ya no sea el deporte lo que nos une, pues al menos en lo que a mí respecta, es una actividad que no tolero ni de cerca ni de lejos.
Cuando el abuelo hablaba de “el día en que muriera” y de que su voluntad era que lleváramos sus cenizas al mar, nadie lo tomaba en serio, quizá porque nos parecía (al menos a mí, que era niña, así se me figuraba), que el abuelo sería eterno, pues su presencia era tan cotidiana e indispensable en mi vida, que me parecía absurdo pensar que un día él ya no estaría.
Al llegar el momento, su voluntad se respetó y ahora yace en la costa de Tuxpan, pues esa era, según él, la fórmula infalible para asegurarse de que lo visitáramos constantemente. Tras dos años de fallecido, la semana pasada fui a saludarlo y a recordarnos, a él y a mí, que todos los días estamos juntos y que nunca me deja sola, pues siempre está en mis pensamientos, y que le agradezco todos los gustos y tradiciones que me heredó, pero sobre todo, el infinito amor del que siempre me rodeó.
Entré al mar y platiqué con él un poco, aunque no le dije todo lo que habría querido. Al final le pedí que me diera una señal si es que me estaba escuchando. Yo esperaba algo como una ola que me bañara, una parvada de pájaros en el horizonte, una brisa que me despeinara, algo cursi…, lo cierto es que él no era así. Después de un rato, sin que nada fuera de lo común sucediera, me salí del mar.
Antes de irnos de la playa, uno de los amigos que me acompañaban me tomó algunas fotos y en una de ésas, un balón salido de quién sabe dónde, pasó rodando por la arena tan velozmente que yo estuve segura de que saldría como una figura difusa debido al movimiento. Al revisar las fotos, ahí estaba el balón, posando al lado mío.
—Órale, bien futbolera —dijo mi amigo y luego se río.
No cabe duda, mi abuelo sí me estaba escuchando.