Termino el mundo 5-1 de Super Mario Bros.
Gano 800 puntos que no significan nada.
En el siguiente nivel, Mario devora un hongo
y se vuelve una versión colosal de sí mismo.
Me pregunto si al crecer su semblante,
también crece su alma,
o su ira,
o su eczema,
su taquicardia,
o su pánico.
Quiero saber si su autodesprecio,
su abominación por los otros
y su impulso de masturbarse se agigantan también.
Al menos en mí, estos elementos jamás han dejado de agrandarse.
Un golpe seco del otro lado del muro me hace voltear a la derecha.
Miro caer mi póster de una joven desnuda con casco de astronauta.
La muchacha es hermosa incluso en su caída, en su total abatimiento.
Oigo a mi padre que golpea de nueva cuenta a mi madrastra.
Imagino que él (o tal vez ella) gana 800 puntos que no significan nada.
Maldigo a media voz. Le pongo pausa al juego.
Debo apretar con demasiada fuerza el botón
porque mi desmesura y el tiempo lo han vuelto minusválido.
Saco entonces la antigua .22 del cajón superior del semanario.
Estaba envuelta en una playera pirata del Necaxa.
Cargo dos balas doradas y dos balas plateadas en el tambor.
Abro de un golpe la puerta de madera a punto de podrirse.
Dos disparos al vientre para él.
Dos disparos al cuello para ella.
Una punzada en el hombro me reanima.
Maldigo en voz muy alta.
Tiemblo.
Tiemblan también las piernas de mi padre.
En mi cuarto no ha cambiado absolutamente nada.
Le quito la pausa al juego.
Me duele el dedo cuando oprimo el botón
porque seguramente lo lastimó el gatillo.
Espero que me dé tiempo de terminar el mundo 5-2
antes de que llegue el diablo,
mi hermano,
dios
o algunos policías.
Incinero a un Koopa Troopa y miro caer despacio su caparazón.
Gano 200 puntos que son la recompensa de mis actos.
Me turba pensar que no podré jugar en mucho tiempo.
Más #NidoDePoesía: Desconocimientos