Mi padre no sabe que lo miro dormir
y que yo no he dormido bien durante semanas.
No sabe tampoco que soy alcohólico
y que llevo un año sin tomar un solo sorbo.
No sabe que extraño, con furia irrefrenable, el whisky,
y no tanto el Martell VSOP que siempre me ofrecía.
Mi padre no sabe quién es César Vallejo
ni que yo sé de memoria varios poemas de Trilce.
No sabe hacer ningún poder en Street Figther
y mucho menos un “Fatality” en Mortal Kombat.
No sabe que hace dos años, dando de gritos,
amenacé con un cuchillo a mi madre
y luego destruí a patadas la vitrina de pino
donde guardaban las teteras y las figuras de porcelana.
Mi padre no sabe que hace tiempo lo perdoné
por haberme robado una fuerte cantidad de dinero.
No sabe que perdí mis coches jugando a los dados,
a la ruleta y a la baraja española.
Mi padre no sabe que mi esposa se fue de la casa
porque dice que cada día me parezco más a él.
Mi padre no sabe que durante años le tuve miedo
y que en una de sus golpizas casi pierdo la vista.
No sabe que siempre recuerdo el día cuando me puso
detrás de él para protegerme de una feroz balacera.
No sabe tampoco que a mis cuarenta años
aún me da terror la oscuridad.
Mi padre no sabe cómo controlar algunas partes de su cuerpo
ni que sus pulmones están a punto de colapsar.
No sabe, ni le diremos nunca,
que durante unos minutos mis hermanos y yo
nos negamos a pagar la cuenta del hospital San Lázaro.
Mi padre no sabe que lo admiro
y que jamás seré capaz de revelárselo.
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