–¡Oye, qué te pasa cabrón–, dijo tras de darle un puñetazo en la en la quijada.
–Yo qué. No hice nada– respondió extrañado, seguro nunca pensó que ella lo confrontaría. Menos de esa manera.
–No te hagas pendejo. Me manoseaste, ¡por favor, bajen la palanca!
–Yo sólo puse mi mochila así–, aseguraba el tipo de rostro preocupado y ojo izquierdo cerrado mientras hacía ademanes con su bolsa, para, según él, explicar que había sido un malentendido.
Sin embargo, su expresión delataba su culpa. El tartumudear de su parloteo exhibía que estaba acorralado. Y ni la gorra blanca grisácea que usaba, alcanzaba a cubrirlo de todas las miradas de los demás pasajeros y la manera en que la víctima lo enfrentó durante esos dos minutos.
Quizá, toda esa carga social lo hizo desear que ese segundo de “placer” nunca hubiese pasado. Pero ocurrió. Un caso más de violencia contra la mujer en el metro.
Te puede interesar: Sin quejas
A pesar de ello, el mundo no siempre funciona al revés. Ayer fui testigo de lo que todos los días sucede frente a nosotros, entre nosotros: el acoso callejero y el instinto primitivo de excitación de quien lo realiza, pues ¿por qué otra razón alguien se arriesgaría a hacer algo tan absolutamente carvernicolesco si sabe de las terribles consecuencias?
Y es que no sólo fue el golpe que se llevó o los gritos coléricos de su víctima contra él, sino que todos los usuarios de alrededor se solidarizaron inmediatamente con la joven, quien por su aspecto no pasaba de los 25 años, dado que de alguna u otra forma trataron de ayudarla.
Desde aquel que bajó la palanca hasta quienes impidieron que el atacante se escabullera entre las decenas de personas que pasan a las 8 de la mañana en la estación Balderas, todos ayudaron a que este la acción de este tipo quedara impune.
Los murmullos y uno que otro “no seas puto y aguántate” retumbaban como cañones en la cabeza del sujeto que, por un placer inexplicable, deleznable, absurdo, imbécil, ahora probablemente tenga que pagar una condena necesaria.
Tres policías llegaron y tomaron el brazo de quien, seguramente, pasará muchos días enfrentando a la ley por su lujuria primitiva, obscena, indignante.
El operador del vagón desactivó la palanca de emergencia, las puertas cerraron y la joven se perdió entre los andenes, testigos horizontales de historias que se viven a diario en la gran Ciudad de México.
Revive: El espectáculo del trompo en el metro