1
Martín y yo nos conocimos en 1968, el primer día de clases en la Facultad de Filosofía y Letras, ambos estábamos inscritos en la carrera de Psicología. Desde la primera clase nos llevamos bien y fuimos inseparables. Esa misma semana, caminando por las islas, Martín se encontró con Julián, estudiante de Letras Clásicas y ex compañero suyo del CCH, a quien yo odié desde antes de saber su nombre, pues me pareció el tipo más arrogante que hubiera conocido jamás.
Por aquellos días se gestaba un movimiento estudiantil que a muchos aún nos generaba confusión. Pese a que teníamos claras las demandas de los compañeros, en la radio y la televisión se escuchaban versiones muy distintas al respecto y mis padres, ajenos al ambiente universitario, se encontraban indiferentes y, a ratos, en contra del movimiento debido a las contradicciones y los rumores que no paraban de circular.
Conforme pasaron los días, todo sucedió. En la Facultad, el movimiento cobró fuerza y yo veía a los compañeros tan organizados y con las convicciones tan bien puestas, que decidí unirme a sus brigadas; Martín, un año más grande que yo, comenzó a involucrarse cada vez más en el movimiento, y Julián, ese arrogante de camisa a cuadros y gafas de pasta me besó por primera vez debajo del mural de O’Gorman en la Biblioteca Central, en medio de consignas y la internacional.
Agosto y septiembre de 1968 fueron meses de tensión, nada de lo que sucedía se parecía a lo que había escuchado acerca de ir a la universidad y mucho menos a las expectativas que tenía. Estaba por cumplir dieciocho años, Martín y Julián tenían diecinueve y en cada mitin, en cada marcha, en cada asamblea, ellos iban detrás de mí, cuidándome como a una niña que debe ser protegida. “Siempre estaré aquí, para cuidarte las espaldas, chaparrita”, me decía Julián, y yo sentía que no necesitaba nada más para estar a salvo.
Yo, con todo y mi desconcierto, al escuchar las consignas de los compañeros, sentir la euforia de los dirigentes del Consejo General de Huelga y ver el apoyo que la gente en la calle nos daba, poco a poco me sentía parte de la generación que todo lo cambiaría, que revolucionaría el mismísimo concepto de revolución, de una generación que estaba más allá de las opresiones y las limitantes que nuestros padres habían tenido. Poco a poco ya era parte de una generación que tenía todo, menos miedo.
—¿Qué va a pasar, Julián? ¿Y si nada resulta como esperamos? — pregunté el día en que por primera vez nos entregamos al amor febril.
—¿Qué es lo peor que nos puede pasar? ¿Prefieres que nos callemos como han hecho nuestros padres y nuestros abuelos, chaparrita? ¿Seguir viendo cómo los granaderos atacan a los estudiantes como si fueran delincuentes y dejarlo en el olvido? Dime, ¿te quieres echar para atrás para lo del 2?
—No es eso, pero mis papás dicen que…
—A tus papás también vamos a demostrarles que estamos luchando por algo justo. ¿Crees que si no fuera así habría tantos profes y rucos en la calle apoyándonos? El mitin del 2 será definitivo, el gobierno no podrá negarse a cumplir nuestras demandas; estamos universitarios y politécnicos unidos, tenemos el apoyo de civiles, electricistas, ferrocarrileros, comerciantes, periodistas… Esto ya se les salió de las manos. No tienen salida, se van a chingar porque las olimpiadas están a unos días y no se pueden arriesgar así.
Nunca me sentí tan viva como ese primero de octubre al terminar la asamblea en la explanada de Rectoría ni tan muerta en vida como al día siguiente.
—¿Y si no fuera así?
—Si cualquier cosa llegara a complicarse, ya tenemos punto de reunión. Martín sí pudo convencer a sus papás de que nos prestaran su casa de Coapa y ahí nadie nos buscará; mañana él te va a llevar para guardar algunas cosas y recoger provisiones, así que tú vas a permanecer con él hasta pasadas las seis. Luego nos vemos en Tlatelolco.
—¿Me prometes que todo va a estar bien?
—Todo va a estar bien. Vivimos lo que a pocos les toca vivir, Amalia. ¿No me digas que no te emociona pensar en luchar por nuestros ideales?
—Me gustaría, quiero luchar, Julián, lo que no quiero es perder esto, a ti, a mí; lo que tenemos.
—Eso no va a pasar, chatita. No nos vamos a perder el uno al otro, pero tampoco podemos dejar pasar la oportunidad de cambiar las cosas, de hacerlo diferente, de actuar; ahora es el momento, es nuestro momento. El jueves a esta hora ya todo habrá pasado y estaremos en la asamblea deliberando qué sigue. Tranquila…
2
Esa mañana al abrir los ojos descubrí que el amor es como la materia, que no se crea ni se destruye, pero sí se transforma, y que el miedo, el coraje y el dolor inequívocamente se convierten en valor.
Ese 12 de octubre por la mañana, Martín y yo, con el miedo transformado en valor, salimos de aquella casa en Coapa rumbo al estadio de Ciudad Universitaria junto con algunos de los compañeros que logramos alojarnos en aquella casa abandonada.
Con el olor a sangre impregnado en el olfato y la imagen húmeda de las balas que alcanzaron el cuerpo de Julián hasta arrebatarle la vida, y de tantos otros adherida a la mente, heridos de las certezas y del cuerpo, fraguamos un plan para colarnos en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos.
Es curioso que no pueda recordar cómo llegamos a los vestidores de los deportistas ni comprender cómo pasamos inadvertidos, sólo viene a mi mente la imagen de un amigo de Julián guiándonos por los túneles y dándole indicaciones a Martín. Quizá todo se resume en que, como siempre, cada quien ve únicamente lo que quiere ver, pues los atletas y sus entrenadores estaban tan absortos en lo que les competía que no eran capaces de ver nada más allá de su propia batalla, la cual estaba por comenzar.
Y yo, yo sólo quería salir a la cancha y dejar de escuchar la voz de Julián repitiéndome que todo estaría bien, porque si de algo estaba segura era de que nada estaba bien.
Al volar el papalote sobre el palco, aquella paloma blanca que todos reconocían como símbolo de las olimpiadas quebrantó la claridad del cielo para hacerse presente en su forma antípoda, en un negro rotundo, como la sangre seca, como el del dolor de los sueños reventados por bengalas, como el de los besos que no vuelven. Como la ausencia de aquellos que nunca debieron partir.
El grupo de compañeros que nos acompañaban a Martín y a mí aquella mañana me dejaron ser quien volara aquel pedazo de papel que conforme avanzaba por el cielo se desgajaba en cientos y luego en miles de fragmentos para trocarse en pequeños insectos voladores negros que, en menos de cinco minutos, atestaron el estadio.
El primero en sufrir las consecuencias de la plaga fue Díaz Ordaz, a quien las moscas primero le entraron por la simiesca boca y la nariz, y luego comieron el globo ocular, desde las córneas hasta llegar al humor vítreo, dejando un desagradable espectáculo de sangre y cavidades viscosas no sólo en el rostro, sino en las manos, pues los insectos se encargaron de arrancarle las uñas y comer la carne viva de los dedos. El estadio entero presenció tal evento, junto con las personas que lo miraban a través de las pantallas y, desde luego, la comitiva del presidente, que todo lo vio en vivo.
Muchas cosas se especularon, que si las moscas se habían sobrealimentado de tantos cuerpos descompuestos y reproducido de manera exponencial, que si se trataba de una especie de reencarnación de los estudiantes, pues a nadie más dañaron de forma importante que al presidente y a Corona del Rosal, regente de la ciudad, cuya suerte fue similar a la del presidente, pues los animales se aferraron a su cuerpo hasta tapizarlo y, varios minutos después, dejarlo con la piel como gangrenada y con el carmín de la carne encendido. También se habló de una plaga maldita que había llegado con alguna comitiva de otro país, culpa que, por supuesto, nadie aceptó.
Al volar el papalote sobre el palco presidencial tuve la certeza de dos cosas: la primera, que Julián me podía ver y estaría orgulloso de mí desde el sitio donde se encontraba y de que, si ya me había salvado de lo ocurrido en la Plaza de Tlatelolco, esta vez no lo haría. Ésa era una batalla que yo no tenía ganas de luchar porque la sabía perdida y acaso el mismísimo Batallón Olimpia terminaría conmigo.
Tras el suceso, algunas personas se desmayaron de la impresión, otras más vomitaron encima de sus acompañantes y las más aplaudieron como si se tratara del preámbulo del espectáculo, como si quisieran que aquellos jóvenes que faltaban entre nosotros pudieran escucharnos.
El evento continuó su marcha, los empleados de limpieza de Ciudad Universitaria fueron los más afectados, pues la atención de las autoridades se centró en limpiar el desastre antes de que la prensa documentará el hecho y se hablara al respecto, incluso antes que en buscar a los responsables del aplaudido hecho, de manera que pudimos presenciar el encendido de la llama olímpica y parte del evento con toda calma.
Ese 12 de octubre México pasó a la historia, las olimpiadas se inauguraron de manera triunfal y sin contratiempos y, al día siguiente, lo primero que se dijo al respecto fue “hoy fue un día soleado”.