I
Cae a raudos un sol implacable sobre mí,
me funde lo andariego con el asfalto de la ciudad,
las sombras de hormigón no me son suficientes,
tampoco ayudan los oasis diminutos de un árbol sin vida.
Inerte,
bebo de los charcos de agua turbia
que las calles me ofrecen.
Sigo el rumbo de esta hambre
que cargo desde el día
en que me vendieron por un billete de cien.
(no los culpo,
tenían la necesidad de supervivencia
y yo era la opción descartable.)
No fue falta de amor,
simplemente este carece de sentido
si las necesidades primarias escasean,
y ello comenzó
cuando los motores de mi familia fallaron.
II
Recuerdo la brisa de tiempos mejores,
las vueltas por un pasaje lleno de luz,
manjares a mano escondida
que me proporcionaban felicidad.
Recuerdo el calor de hogar,
lo cómodo que me resultaba dormir,
el poder ser el vigilante de casa,
la TV repitiendo que todo estaría muy bien.
Recuerdo los abrazos antes y después del alba,
la promesa no dicha de la fidelidad.
La alegría nacía de las cosas más simples,
pero también las cosas más simples
desaparecen en el chirrido del adiós.
III
Me escalda el recuerdo este helar previo al amanecer,
siento la carne mimetizada con los huesos:
inanimado,
laxo,
falto de esencia.
Vuelvo a tragar la yerba blanca
que también es refugio contra el abandono,
pero no es suficiente,
no me curo ni el hambre
ni la añoranza,
ni esta tromba de años vagabundos.
Me estoy oscureciendo,
siento que es momento de rendirse,
de apagar todo de una vez
e ir a echarme en un rincón del olvido.
Ahora puedo volver a soñar.
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