El dominó

Siempre me quedé con ganas de jugar contigo al dominó. Me hubieras ganado, lo sé. Pero habría deseado mucho tener ese ratito a tu lado.

Recuerdo que cuando mis primos llegaban, ibas a tu cuarto, sacabas la maletita que guardaba las fichas y los invitabas a sentarse.

Eso sí: tú siempre en la silla principal y los demás en los costados.

Sacabas las fichas, las volteabas y empezabas a hacer la ‘sopa’. Aún llevo en los oídos el sonido de las fichas sobre el mantel de plástico, que tenía un fondo azul y unas flores.

Después, les pedías que agarraran sus fichas. Tú tomabas las tuyas y empezabas a levantarlas, mientras escudriñabas las expresiones de mis primos. El que tenía la mula de seis empezaba. Sino, el que tuviera la siguiente de menor valor. Después, cada uno ponía la fecha que podía seguir su juego. Siempre de derecha a izquierda.

Y ahí estabas tú, riéndote. Disfrutando de ese momento con tus nietos mayores, recordando, quizá, las tardes de pulque en algún lugar del centro de Puebla. Ganando partida tras partida.

A veces, nomás para hacerlos repelar, hacías que la serpiente se cerrara para que el juego se anulara y tuvieran que volver a empezar.

Quizá no te gustaba perder, o a lo mejor ya para esas fechas sabías que la buena vida es aquella que se constituye de momentos especiales, de aquellos que podemos traer a nuestra mente cuando la nostalgia o la tristeza nos toman de la mano y amenazan con tirarnos al fondo de la vida.

Te podías pasar horas jugando ahí y solo te detenías cuando Melda te decía que la hora de comer ya había llegado.

Recuerdo que un día te pregunté si podía jugar con ustedes. Me viste con ternura y con esa mirada que hoy extraño tanto cuando entro a tu casa y veo tu sillón vacío.

-Estás muy chico, hijo. Esto es para mayores. Pero un día vamos a jugar-, me dijiste.

Así que no me quedó otra que bajarme la gorra negra de los Bulls de Chicago y ocultar mis ojos para que no vieras mis lágrimas rodar.

El tiempo pasó y por años el dominó fue mi juego favorito. Recuerdo que me emocioné cuando mi mamá me compró una serie de juegos en papel y uno de esos era un dominó de papel.

Pasé horas recortando las fichas, pero después no te busqué para jugar. Me daba pena porque aún era chico y me ibas a decir que aún no era tiempo.

Años después, en una excursión, mi papá me acompletó para comprar un dominó de vidrio, de esos que vendían en Tepeaca, Puebla, y que había visto un año antes.

Ese día te dije que ahora sí podíamos jugar. Sonreíste, pero no pasó.

No te culpo. Creo que para ti siempre fui ese niño pequeño que no debía agarrar el vicio de los juegos de azar.

Pero siempre me quedé con las ganas de jugar contigo al dominó. Supongo que cuando nos veamos, allá en donde el tiempo ya no es tiempo, ahora sí seré grande para jugar contigo al dominó, abuelo.

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