“La existencia de la humanidad representa un suspiro en el universo. En ese sentido, la vida de toda mujer u hombre, simboliza mucho menos que un suspiro. A lo más, una posibilidad. “…somos en la tumba las dos fechas, del principio y el término…” dicen los versos del poema “Epitafios” de Jorge Luis Borges. Y en efecto, cuando caminamos por un cementerio no podemos evitar observar placas en las que se marcan los años de paso por el mundo de cientos individuos que se encuentra en esos recintos, con una fecha que marca el inicio de la existencia. Otra, que la termina abruptamente.
En ocasiones se olvida que aquellas placas de concreto guardan en sí la noción de algo infinito, que es la vida de una persona. Desde muy pequeño siempre me gusto la palabra epitafio. No recuerdo la primera ocasión que la escuché, pero puedo rememorar que me quedé desconcertado ante ella. Era una palabra utilizada en ocasiones muy precisas. Y me fascinó descubrir que simboliza un texto que honra a un difunto.
Con el tiempo supe de algunos grandes epitafios escritos para poetas o conquistadores. El de Alejandro Magno dice: “Basta esta tumba, para quien no bastaba el mundo”. O el de José Saramago, sacado de la frase final de su novela “Memorial del Convento” y que está escrito al lado del árbol donde yacen sus cenizas en las costas de Lisboa: “…no subió al cielo, porque pertenecía a la tierra”.
No obstante, a pesar de la grandeza y belleza de los textos de los epitafios, algo que me sobrecoge el corazón es que jamás podrán honrar en su totalidad la vida de una persona. Acaso nos hemos detenido a pensar, ¿cuántos momentos, secretos y misterios guarda nuestro paso por el mundo? ¿Qué hay detrás de esas dos fechas? ¿Qué se esconde en el interior de ese breve texto? La gente olvida que son precisamente esas lapidas las que guardan todos esos enigmas.
En la vida de toda persona se oculta el amor que mereció y aquel que no supo dar. Los sueños realizados y aquellos que se perdieron en el abismo del tiempo. El cariño y afecto que se dio a los que quiso. Los momentos vividos con la pareja, los hijos, nietos y otros tantos familiares. Varios sitios amados. Nuestra fe, nuestro odio, nuestra decepción y nuestro amor. Cuando la vida de una persona se eclipsa se van con ella casi todos sus secretos. Sus pesares y anhelos. Y sólo es en ese momento que aquellos que vemos morir a nuestros seres queridos entendemos lo poco que conocimos a esa persona. Lo poco que compartimos con ella. Y la vida que existió más allá de los momentos en los que coincidimos.
Ante esto sólo podemos atarnos a las reminiscencias de nuestra memoria. A esos días que ahora pasaran a ser nuestros recuerdos de alguien que amamos y que fue importante en nuestra vida. Recordamos su olor, su voz, algunas de sus frases…
Qué extraño suena de repente decir “cómo decía…” Porque esa frase revela una realidad: pensamos en la compañía de alguien que ya no está presente con nosotros y que nunca más volveremos a ver. Y es por este crudo hecho que logramos entender que la gente que nos deja tiene la fuerza y vida que le damos quienes nos quedamos para recordarlos. En ese sentido, los epitafios jamás podrán honrar la vida de un ser querido. Esa tarea nos corresponde a nosotros. Con nuestra memoria y corazón. Con los recuerdos que tenemos de los que se han ido y ese poco de vida que compartimos juntos.”