El miércoles 3 de mayo tuve la oportunidad de conocer a Etgar Keret en una firma de libros que sirvió para promocionar su nuevo libro (en realidad es el primero que escribió), editado en México por los de Sexto Piso.
La figura que me había formado de él contrastó con la realidad. Etgar Keret dejó de ser ese personaje israelí de cuentos raros, pero muy chingones, que había visto en la foto de las solapas de sus libros y una que otra entrevista, pero que, en verdad, me resultaba un tanto inclasificable, porque dentro de mi círculo de amistades no abundan los judíos israelitas hijos de padres sobrevivientes al holocausto, como para hacer las comparaciones adecuadas.
Pero, por fin pude desmitificar el mito y comprobar si en verdad era esa personalidad ecléctica que intuía de sus textos; logré verlo como una persona real, o por lo menos tan real como mi nivel de fanatismo me permitió.
Es bajito, de sonrisa nerviosa y con un acento atroz que hacía bastante ininteligible su inglés. Este fue el momento adecuado para cruzarme con él, había empezado a leer su libro de crónicas ‘Los siete años de abundancia’, una semana antes, así que pude reflejar en su persona los comportamientos que narra.
A veces sus admiradores se le acercaban con cara de susto, otras tantas con emoción, y otras más con el semblante lleno de duda por no saber qué hacer. Y es que no es fácil saber cómo comportarte frente a alguien que admiras, ¿le extiendes la mano? -¿qué tal si no le gusta tocar gente porque le tiene miedo a los gérmenes o tu mano está llena de sudor por el nervio de saludar a alguien que idolatras?-; ¿lo saludas con un movimiento de cabeza? -¿qué tal que en su cultura ese mismo movimiento en lugar de un saludo amistoso, significa una mentada de madre?-; ¿le dedicas una sonrisa? -¿qué tal que él no sonríe porque tiene los dientes chuecos y está acomplejado, o peor aún, que tú no te hayas lavado bien los dientes o masticado un chicle apropiadamente y en tu boca solo reluzcan los pedazos de cilantro de los tacos que comiste más temprano?-.
Conocer a tus ídolos implica un riesgo tanto por la forma en que tienes que comportarte para no dejarle una mala impresión (como si en verdad fuera a acordarse de ti), tanto como por la muy grande probabilidad de que acabes decepcionado de ellos.
En cuanto a la primera parte, descubrí que lo mejor es dejar que ellos hagan el primer movimiento, así te evitas cualquier mal entendido, si él te extiende la mano, se la estrechas, si te sonríe, le devuelves la mejor de tus sonrisas, si te dice cosas y tú no le entendiste bien por su acento, pero al final de su comentario ríe, tú también te ríes porque lo más seguro es que bromeó contigo. Para la segunda no hay nada que garantice el éxito, hay personas que no son nada interesantes en carne y hueso, por fortuna, no fue el caso de Etgar Keret.
El Keret de carne hueso, parecía estar en otro plano detrás de la mesa, fue curioso observar cómo se desenvolvía con la gente, siempre sonriendo, aceptando posar para algunas fotos, haciendo garabatos en los libros que le acercaban para firmar, asintiendo, sin en verdad entender la historia que le contaba el fan en turno, aceptando firmar más de un libro cuando la persona que tenía en frente se ponía reticente a pesar de las miradas de pocos amigos de los organizadores.
Lo mejor de todo fue observar esos pequeños detalles, las manías y las sonrisas nerviosas, las miradas de cansancio, las poses incómodas o los semblantes plásticos que el autor debe poner cuando el que compra tus libros, a fuerzas, quiere tomarse una selfie contigo, y así poder presumir, en todas sus redes sociales, que te conoce, como si fueran íntimos amigos. Ni modo de negarse, si el que compra tus libros es el que te da de comer, en este mundo hay que saber venderse, y Keret, sabe hacerlo bien.
En mi mente, él ya no es esa entidad extraña e indescifrable, ya no es el escritor de Israel al que admiro sin medida, ahora es Etgar Keret, ser humano bajito que no me llega ni al hombro, que se mueve de manera nerviosa, que escribe unos cuentos bien chingones, al que admiro sin medida.