Inteligencia artificial para solitarios

Los avances tecnológicos están disponibles para ayudar a los inadaptados, a los desconsolados y a los tristes a tener éxito en sus relaciones afectivas. Foto: Pixabay.

En 2013 se estrenó la película Her de Spike Jonze. La cinta trata de la vida de Theodore Twombly, un hombre solitario que desarrolla una relación afectiva con Samantha, que no es más que una asistente virtual de inteligencia artificial con voz femenina. Hubo opiniones encontradas y se generó la polémica por la temática de afectividad hacia cosas inexistentes.

En el siglo XXI la ciencia ficción ya no es cosa nueva y ha explorado muchas posibilidades. Me llama la atención que algunos de sus sueños desemboquen en temas básicos de la existencia humana, como la soledad. Aquí la soledad es el motor suficiente para mover a los robots —tan conocidos ya para la ciencia ficción—, cuya tecnología está diseñada para arreglar o sanar una rotura emocional del hombre. La inteligencia artificial está al servicio de la creación de aspectos definitorios de lo humano: el apego, el amor, la compañía. Los avances tecnológicos están disponibles para ayudar a los inadaptados, a los desconsolados y a los tristes a tener éxito en sus relaciones afectivas.

Pienso en lo terrible que es darse cuenta de cómo las relaciones afectivas con la nada pueden ser más fuertes que si fuesen reales. Así sucede en la película. Recuerdo haberla visto y pensado que nada de eso era más cercano al presente. Conocemos gente a través de pantallas (no se diga ahora en pandemia), generamos lazos lejos de la sensación de abrazo, de cariño, hablamos por horas con gente que no hemos conocido en persona, los soñamos en Zoom o en Whatsapp. Bien podríamos estar hablando con cualquier Samantha posible. Corrijo, cuando vi la película nada de eso era más cercano a mi presente. La odié porque supe que yo estaba viviendo lo mismo.

En ese entonces estaba tratando de tener una relación afectiva con un muchacho al que había conocido hacía varios años y al que había dejado de ver por diversas circunstancias. Nuestra relación de amistad creció a partir de que nos conectamos en las redes sociales, creció exponencialmente y con mucha intensidad. Primero fue el Hi5 y nuestros blogs en Blogger, que ambos alimentábamos con constancia y que leíamos puntualmente; luego nos conectamos por Facebook. Conforme avanzó la tecnología, el contacto se extendió, por decirlo de alguna manera eufemística, y estábamos enlazados por todos los lugares posibles, Whatsapp, Twitter, etc.

Entre todos, el favorito fue el WhatsApp. Por WhatsApp me acompañó en mis meses de estancia en Chile, me mandaba versos, canciones de buenos días y videos, mensajes de voz y emojis con un significado único para él (aún no llegaba la era de los Stickers). Éramos felices así, hasta que yo quise más; hasta que yo, como Theodore, me enojé por su presencia inexacta e inasible. Por el recuerdo que me carcomía y deseaba verlo ahora en la realidad. Pero él no era como Samantha, él estaba bien así, en la distancia. Esto no va a ser para siempre, decía, pero yo no podía esperar a que ese siempre tan intangible, tan volátil dejara de ser.

Con las lágrimas de Theodore y la voz compungida de Samantha me di cuenta de lo absurdo. Pensé en lo estúpido de haberme metido a amar a alguien que no era más que un mensaje de voz a través del teléfono (por WhatsApp, una llamada no me regalaba). Al menos Theodore supo desde el principio cuál era la naturaleza de Samantha, y su error fue olvidarse de eso; por mi parte yo tenía la certeza de que mi amor a distancia había sido en algún punto de la vida, real, totalmente real y tangible, y que lo recordaba y que por eso sabía que existía.

Quizá para algunos es más fácil y cómodo mantener una relación así: menos compromiso, más tranquilidad. Tal vez les funcione a muchos —él era feliz e insistía en que lo era— definitivamente no me funcionó a mí. Yo quería la presencia, el tiempo real y compartido frente a frente, el toque, el escalofrío de las yemas que llegan a la piel por primera vez, el olor y el sudor, el cuerpo. Pasamos meses en un ir y venir de mensajes, con la promesa de que nos veríamos pronto. Desafortunadamente, cuando nos vimos ya era demasiado tarde. Otra persona había decidido verme en cuerpo, darme su tiempo en cuerpo y no en pantallas.

Quiero pensar que no he sido la única enamorada en esta distancia tan tonta a la que le estrujaron el corazón a través de una canción o un mensaje bonito. La ciencia ficción es especialista en imaginar maneras de suplir nuestras carencias y en Her es evidente la fuerza y la convicción que existe en el hecho de paliar la soledad y ofrecer un estímulo para ello, aunque en realidad siempre haya sido un engaño.

Fuera de la tristeza, de la imposibilidad, de la amargura por desear con toda el alma exactamente aquello que es imposible tener, fuera de todo eso, qué perfectos son Joaquin Phoenix y Scarlett Johansson, que no necesita tener cuerpo para ser extraordinaria. Ahí un punto para la inteligencia artificial y la justificación de que sí es posible enamorarse de cosas que trascienden la corporalidad. Yo no pude.

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