Tras casi un año sin salir de la ciudad, Isaac y yo decidimos visitar algún pueblo cercano para despejarnos del diario ajetreo. No habíamos planeado nada, pero ambos teníamos puente en nuestros respectivos trabajos con motivo de los festejos de Día de Muertos, así que improvisamos.
Después de buscar reservaciones disponibles en prácticamente todos los hoteles de Chignahuapan, lugar que ya muchos de nuestros conocidos y amigos nos habían recomendado, encontramos sólo unas cabañas a la orilla de la carretera donde, además de excelentes precios, ofrecían facilidades en cambios de fechas e incluso el desayuno. Eso sí, debíamos hacer la transferencia bancaria completa y no había devolución del dinero. Era nuestra única y cómoda opción, así que no lo dudamos e hicimos el pago.
Gracias a la tecnología llegamos sin imprevistos a nuestro destino y sin perder tiempo, apenas pisamos tierra poblana, nos cambiamos de ropa para ir a las aguas termales. Al volver al auto y encender la marcha, nos dimos cuenta de que éste no arrancaba. Nos irritó un poco toparnos con tal incidente, pues se nos figuró capaz de arruinar nuestras pequeñas vacaciones.
La mujer de la recepción, de unos cincuenta años, bella y con cabello corto, se acercó hasta nuestra ventanilla mientras intentábamos una vez más dar marcha al auto:
—¿Todo bien, pequeños…? No me digan que… —tuvo un gesto de preocupación que me pareció por demás falso—.
Isaac y yo nos quedamos mirando uno al otro al escuchar la palabra “pequeños”. A simple vista, aquella mujer nos pareció una persona común, pero al verla hablar, notamos que sus dientes estaban plagados de sarro y picados, eran amarillos y pequeños, como si no correspondieran a su rostro pálido y terso, con apenas unas cuantas arrugas o con su voz que, a pesar de todo, era dulce y melodiosa.
—No se apuren, ¿iban a bañarse, no? Llegan incluso caminando, no tardarán más que quince minutos y aprovechan para conocer un poco del pueblo. Quizá más tarde haya quien los pueda ayudar con su… problema.
Luego puso sus manos sobre el volante del auto y nos invitó a salir. Sus uñas eran largas y negras, como invadidas por un hongo, lo cual tampoco correspondía con su vivaz mirada verde, como mimetizada con aquel anillo dorado cuya esmeralda incrustada resplandecía con los rayos del sol.
—Gracias —nos limitamos a responder.
Enseguida nos dio la espalda para retirarse, pero apenas se había alejado un par de pasos cuando regresó para dirigirse a mí.
—¿Te gusta?
—¿Perdón?
—El anillo. Mi anillo.
—Ah, sí… —no comprendí cómo lo notó si evité mirar la pieza—; es una pieza increíble.
—Lo es, es una pieza única. Ha pertenecido a mi familia desde el inicio de los tiempos y cuenta la leyenda que esta esmeralda se desprendió de la corona de Satanás cuando fue exiliado del cielo, por eso es tan hermosa. Gracias a ella todo lo veo, nada olvido —y sonrió.
Nos inundó un silencio incómodo, no tenía idea de qué responder ante tanta imaginación. Enseguida bajamos del auto y caminamos hacia la carretera. Era medio día y el calor era ardiente, así que nos pareció que la mujer tenía razón, debíamos caminar después de haber estado sentados durante todo el camino. Con el afán de no cargar demasiado, tomamos únicamente unas chanclas y un par de toallas. Unos metros adelante compramos artesanía, dulces típicos y recuerdos para la familia. Pronto olvidamos a la mujer.
La arquitectura del lugar, donde se hallaban las aguas termales era impactante, desde donde estábamos todo se veía del tamaño de las hormigas, por lo que bajamos quizá mil escalones antes de llegar hasta las albercas. La caminata y la comida fueron deliciosas, así que se nos fue la tarde y olvidamos el incidente del auto.
Al salir del spa, la tarde había caído y nuestros cuerpos resentían más el frío poblano debido a lo tibios que estábamos dentro del vapor. Subimos con dificultad los mil escalones de regreso y al llegar a la carretera, nos resignamos a caminar entre la neblina.
A menos de medio camino, comencé a temblar de frío, mi ropa se había humedecido por el traje de baño, mi cabello estaba empapado y yo respiraba con dificultad. Le pedí a Isaac que nos detuviéramos un momento.
La noche comenzaba a chorrear como tinta sobre el cielo y la luz a extinguirse; la luna menguante alumbraba poco o
nada. No había ni un alma ahí, lo cual nos pareció ilógico; por la tarde éramos miles de personas nadando, comiendo, jugando, ¿y ahora nadie? La mayoría de la gente se subía a sus autos y partía, por lo que ni siquiera había transporte público.
Me senté en un tronco y respiré lo más tranquila que pude antes de subir la pendiente que nos esperaba.
—Tranquila, no hay prisa. Seguimos hasta que estés repuesta, ¿si?
—Gracias, amor —respondí y le di un beso.
Me volví a incorporar para seguir caminando, la niebla apenas nos dejaba mirar dónde pisábamos. Los puestos de madera húmeda que por la tarde llenaban la orilla de la carretera de vida, ahora sólo generaban un ambiente sombrío y desprendían olor a moho. Me sentí absurda caminando en medio del frío con sandalias y ropa veraniega.
La noche cayó por completo y en medio de la bruma escuchamos como un eco y, sin saber de dónde provenía, el grito desesperado de una mujer seguido de una carcajada.
—¿Escuchaste? —le dije a Isaac.
Él titubeó un instante, como si no quisiera reconocerlo.
—Sí… anda, vamos, sigamos caminando. Ya falta poco.
El grito y las carcajadas se volvieron a escuchar con mayor nitidez, así que quise subir más rápido la pendiente y resbalé. Para mi mala suerte, caí en un charco de algo más viscoso que el agua, pero más ligero que el aceite. Me levanté de prisa, luego me limpié las manos y el sudor en la ropa para continuar el trayecto. Sin notarlo, nuestro paso adquirió velocidad y llegamos prácticamente corriendo a las cabañas donde nos alojábamos.
—¿Pero qué paso aquí? —preguntó con asombro un hombre calvo y de baja estatura que estaba detrás de la recepción.
—Sabe, veníamos caminando sobre la carretera y escuchamos… —dijo Isaac con palabras atropelladas. El hombre interrumpió.
—No, no, no. ¿Ya vio a su novia, joven?
Nunca olvidaré la cara de horror de Isaac al mirarme. Enseguida busqué un espejo y me observé las ropas, las manos, la cara llena de sangre todavía fresca. Grité.
—Calma, calma —me dijo Isaac y luego hablándole al recepcionista—; ella cayó en un charco de algo al venir hacia acá, quizás…
Volvió a interrumpir el hombre.
—Oh, ¡ya entiendo! —exclamó despreocupado—. Debió ser eso. Últimamente han aparecido cadáveres de animales cerca de la carretera. Al parecer algún depredador los caza y lo primero que hace es desangrarlos, por lo que se ha vuelto común encontrar charcos de… ustedes saben —agregó, aclarándose la garganta y señalándome—. Pero no se preocupen, todo estará bien. Qué lamentable que hayan pasado por esto, pero ahora verán, dense un baño, les encenderemos la chimenea para terminar con esta desagradable experiencia.
—¿Animales? ¿Está seguro? Cuando ocurrió eso escuchamos los gritos de una mujer.
—Querido… huésped, siempre habrá cosas que no está a nuestro alcance saber —respondió sombrío y se hizo un silencio perturbador—. Y bien, ¿querrán que encienda la chimenea o no?
—Queremos, sí —contesté temblando no sé si de frío o de ansiedad.
Caminamos tras el hombre que, de entre un inmenso juego de llaves, eligió una que abrió la puerta de nuestra habitación.
—Como cortesía, el hotel les ofrece una botella de vino que ya pusimos a enfriar. Que la disfruten. En un momento vuelvo.
Pasaron unos minutos y el hombre regresó con leña. La fogata no tardó en encender y el calor que emanaba de ella me devolvió la estabilidad. Al asegurarnos de que se había ido, Isaac y yo por fin nos dimos un baño. Al salir, nos secamos y casi al instante nos quedamos dormidos.
Horas después despertamos con hambre feroz. El agua, la adrenalina, correr, el frío y el asombro no eran para menos. Miramos nuestros teléfonos, pero ya no tenían batería; el reloj de Isaac marcaba las once.
—No es tan tarde, salgamos a buscar algo de comer. Con suerte encontramos un bar o algún lugar donde tomar una cerveza —lo animé.
—Ya es algo tarde…
—Pero es Día de Muertos, seguro hallamos algo.
—Amor, recuerda que el carro no arranca. Mejor mañana.
—Isaac, tengo hambre, en verdad, mucha hambre.
—Está bien, salgamos a buscar algo cerca, pero si no lo encontramos pronto, volvemos. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Voy por mi chamarra al carro y nos vamos.
Salí y momentos después Isaac me escuchó gritar su nombre, así que salió corriendo.
—¿Qué pasa? ¿Dónde estás?
—¡En el auto! ¡Ven, encendió!
En ese momento apareció de nuevo la recepcionista vespertina, pero ahora enfundada en una bata color marrón y con un gato en el regazo.
—¡Magnifique, su auto encendió! ¿De salida a estas horas?
—Vamos a buscar algo para cenar, tenemos mucha hambre —respondí— ¿usted sabe de algún lugar cerca?
—Ma petite fille! Cerca de aquí no hay nada, todo está hasta el centro… Es una fortuna que su auto ya esté bien, de otra manera, les sería imposible llegar. Es media hora en auto, pero caminando, quizá dos horas por las pendientes, además con esta neblina no sería recomendable… —dijo mientras acariciaba la piedra verde de su anillo.
—Está bien. Nos vamos antes de que se haga más tarde. Gracias.
Algo de esa mujer me provocó escalofríos, no quise seguir hablando con ella. Llegamos al centro sin ningún contratiempo, cenamos, visitamos las ofrendas, incluso asistimos a un concierto al aire libre, tomamos algunas fotografías y finalmente nos decidimos a volver al hotel pasadas las doce de la noche.
De regreso, al pasar por la laguna, el auto se detuvo nuevamente. Isaac intentó encenderlo, se bajó a empujar, intentamos dar marcha mil veces, pero de nada sirvió. De nuevo nos hallamos varados en medio de la carretera desierta. El aire silbaba y por toda luz teníamos la del cuarto menguante.
—Bajemos a orillar el auto —dije— y si es necesario, dormiremos aquí.
—¿O caminamos hasta el hotel?
—No lo sé, no hay nada por aquí, está completamente solo.
—Estamos casi a medio camino, si nos damos prisa, quizá lleguemos pronto.
—Aparquemos el auto y mientras lo pensamos, ¿si?
Isaac descendió del auto para empujarlo mientras yo lo dirigía y al llegar a un pequeño mirador, ambos nos apeamos para inhalar el aire fresco. Apenas decidíamos que era buen lugar para pasar la noche, cuando apareció ante nosotros una furiosa manada de perros. Nos apresuramos a tomar piedras, pero éstos se abalanzaron hacia nosotros, así que no tuvimos más opción que huir. Corrimos lo más rápido que pudimos, pero casi podíamos sentir el aliento de los canes en las pantorrillas.
Los gruñidos de los perros eran distintos a los de cualquier otro animal que hubiéramos escuchado antes, lo que nos aterrorizó, pero a la vez nos hizo correr más rápido y sin parar. Apenas pude mirar la expresión de Isaac, pero sé que él sentía el mismo miedo que yo. Al atravesar la pendiente, vislumbramos las cabañas y corrimos con mayor facilidad, pero eso no fue lo que nos alivió, sino que llegados a ese punto, los perros empezaron a aullar con un dejo de dolor y se alejaron, regresando por el mismo camino por el que nos habían perseguido durante lo que nos parecieron horas.
Aún con la adrenalina, bajamos la pendiente y entramos al hotel, cuyo acceso era únicamente una cerca de madera. Caminamos por la terracería, con el corazón agitado y temblor en las piernas, hacia nuestra cabaña, que era la del fondo. Debíamos bajar un pequeño sendero y doblar a la derecha.
Al llegar a la cabaña abrimos deprisa y nos apresuramos a entrar. Por fin nos sentimos seguros, tuvimos un breve ataque de risa y nos recostamos. Había sido un día tenso, sin duda, no habíamos tenido tiempo para nosotros, así que al fin nos vimos envueltos entre besos y caricias.
El tocador de madera era un mueble grueso e imponente con un espejo gigante en tres piezas móviles, por lo que nos pareció el lugar ideal para entregarnos al placer. El fuego de la fogata, que aún permanecía vivo, y la habitación a media luz eran perfectos; disfruté de Isaac como nunca antes. Justo en el momento del orgasmo quise ver nuestro reflejo en el espejo, pero en vez de eso vi detrás de nosotros a aquella mujer de dientes sarrosos y uñas pútridas fumando un cigarrillo, cuyo olor era tan penetrante que impregnó toda la habitación. Tras soltar una bocanada de humo susurró: “Todo lo veo, nada olvido”.
Grité horrorizada, me levanté y empujé a Isaac.
—¡Esa mujer! ¡Esa mujer! ¿Qué hace aquí? —señalé histérica hacia el lugar donde la había visto, pero ya no había nada.
—¿Quién? ¿Qué mujer?
—¡La mujer, la mujer de la recepción!
—Aquí no hay nadie, no hay nada. Cálmate —me respondió acariciándome el rostro sudoroso.
—Aquí está, yo lo sé. Yo la vi. ¿No hueles?
—Sí, huele a cigarro, pero alguien debe andar afuera fumando, la cabaña tiene muchos orificios…
—No, es ella, está fumando aquí adentro.
Luego se escuchó un maullido.
—¿Escuchaste? ¡Es su gato!
—Amor, tranquilízate, debe haber muchos gatos allá afuera. Ven, vamos a darnos un baño y a dormir, ya es muy tarde y estamos cansados.
Así lo hicimos y en menos de media hora ya estábamos dormidos. Los teléfonos por fin estaban cargados, encima de los burós. Suelo tener el sueño pesado, pero esa noche algo sucedió cuando quisieron abrir la puerta de la cabaña. Isaac y yo nos levantamos de inmediato y nos miramos uno al otro.
—¿Escuchaste? —susurramos al mismo tiempo.
Era obvio que ambos lo habíamos escuchado. Alguien forzaba la chapa de la puerta y, aunque no de manera abrupta, sino suave, como quien pretende entrar a su propia casa, no cesaba en su intento. Isaac se levantó de la cama y tomó el atizador de hierro de la chimenea.
—¿Quién es? —gritó.
El ruido se dejó de escuchar, pero ambos permanecimos a la expectativa.
—Quizá sólo se equivocaron de habitación —espeté después de casi una hora—. Igual venían borrachos o qué sé yo.
—Sí, puede ser. Volvamos la cama, ya son casi las 3.
Apenas apagamos la luz y nos cobijamos cuando un ruido poco común nos despertó. Era el rechinar de la madera del piso, de donde provenía el sonido de uñas rasgándolo. Luego el gato empezó a maullar de manera estrepitosa. Quise prender la luz, pero el apagador no respondió.
—Isaac, prende la luz, esta cosa no sirve.
El sonido se hacía más agudo cada vez y se acercaba más a nosotros hasta encontrarse justo debajo de la cama. Escuché a Isaac pinchar el interruptor varias veces, pero la luz nunca se encendió. Me abracé a él.
—Tampoco éste sirve. Espera, prenderé la luz de la entrada.
—¡No! ¡Estás loco! ¡No te vayas!
—Todo está bien —me contestó con aparente tranquilidad, pero el sudor de manos y frente lo delataba.
—Mejor alumbremos con el teléfono, ¿si?
Tomé mi móvil y lo encendí para prender la lámpara.
—Son las 3:00 en punto.
Entonces volvieron a tratar de abrir la puerta, esta vez con desesperación, como si en ello les fuera la vida. El gato aulló con potencia.
—¡¿Quién es?! —gritó Isaac con todas sus fuerzas y como en señal de respuesta, o quizá de desafío, intentaron girar la perilla dos veces más.
Él se levantó sin pensarlo y tomó el atizador, yo corrí tras él y antes de que abriera la puerta, recorrí las cortinas. Ahí estaba de nuevo la mujer de dientes amarillos, ahora afilados, con las uñas transformadas en largas garras felinas, el rostro cubierto de arrugas y algo semejante a la tierra o al moho. Al vernos soltó una carcajada, que no podía ser sino la misma que escuchamos por la tarde en medio de la carretera, al tiempo que recogió a su gato del piso, y sin quitarme la vista de encima, con el índice se señaló los ojos y luego la sien.
Finalmente escupió una voluta de humo.
A partir de ahí no recuerdo más.
Al día siguiente despertamos en la cama, como si nada hubiera pasado. Encendimos la luz, que funcionaba perfectamente. Ni Isaac ni yo quisimos mencionar nada por temor a que todo hubiera sido un sueño, sin embargo, decidimos que la estancia que teníamos planeada para tres días había llegado a su fin. Hicimos maletas y fuimos en busca del auto. Al entregar las llaves en la recepción apareció una joven de baja estatura y morena.
—Reviso la habitación y se pueden ir.
Con algo de reticencia y mientras la mujer caminaba por la habitación pregunté:
—Acaso… ¿Se encontrará la mujer que nos atendió ayer?
La joven pareció no reparar en mi comentario.
—Sucede que… —titubeé— nos atendió muy bien y quisiéramos dejarle una propina.
Isaac no me quitaba la mirada de encima, invitándome a guardar silencio.
—Aquí no atiende otra mujer más que yo, señorita —agregó seria.
—Verás, la mujer del gato. Quizá es la dueña, o no lo sé, pero ella…
—¿La dueña? La señora Esther murió hace mucho y el patrón no se volvió a casar, así que no. Todo está bien aquí, eso sería todo. Esperamos que vuelvan pronto —sentenció de manera maquinal aquella frase hecha y se fue.
Tomamos un taxi que nos condujo hasta el auto y guardamos las maletas. Teníamos mucho por ver en aquel pueblo, pero definitivamente no estábamos dispuestos a hacerlo.
Isaac manejó directo a casa y casi todo el trayecto permanecimos en silencio; las pocas frases que cruzamos, evitamos el tema, y no fue sino tiempo después que volvimos a comentar el asunto. Semanas más tarde llevamos el auto a lavar y ahí nos entregaron una pieza que se había atascado en su aspiradora. Era el anillo con esmeralda de aquella mujer.
Siempre he coincidido con la creencia de que hay que temer más a los vivos que a los muertos, ¿y saben? Estoy segura de que esa criatura, pieza única, estaba viva.