[Consulta la primera parte, aquí]
…Con los ojos llorosos entró nuevamente a su cuarto. Abrió el documento y empezó a leer:
“Nunca pude resistir que mi esposa se divorciara de mí. Ni el alcohol, ni la mota, calmaron los días de sufrimiento. Quería que volviera y estar nuevamente con mi hija. Tal vez por eso me acerqué a Dios como nunca. Le pedí perdón por todas mis ofensas y cuestionarlo todo con mis acciones, pero no quiso escucharme; siempre fue díscolo conmigo. No hallaba la manera de acercarme a ellas, ahora felices con el tal Uriel, así que acudí a la santería, a la brujería. Ellos hicieron contacto con distintos seres que me visitaban cada noche. Hablaban conmigo, sobre su manera de ayudarme para volver a tener a mi familia como antes.
Pensé que me estaba volviendo loco, así que me recluí en un hospital siquiátrico donde conocí al doctor Javier Suárez. Él trató de ayudarme pero ya no tenía nada más qué hacer, ellos vivían en mí, se alimentaban de mi tristeza y mi depresión, así que tuve que escapar del Instituto Nacional de Psiquiatría para pedirle un último favor al doctor Suárez. Siempre cordial conmigo, me dijo que recurriera a la fe, acercarme a Dios para salvarme. Me prestó un pantalón caqui, una camisa azul y me regresó los lentes con los que ingresé al hospital. Acepté y mientras me llevaba a casa, habló con un cura para que platicara conmigo sobre lo que hice con los chamanes en el panteón Dolores durante 13 noches seguidas. La cara del doctor era de preocupación pero no quiso alarmarme más.
Llegamos a mi casa y la grata sorpresa fue ver a mi hija en la puerta. Se había peleado con su madre y quería quedarse conmigo unos días. Ella no sabía todo lo que me estaba pasando y el doctor tampoco quiso preocuparla, así que entramos. Me recosté en la cama mientras que Emilia se quedó sentada viendo la televisión.
No tardó mucho en llegar el cura y cuando me vio postrado en la cama, su expresión fue de pánico, quiso salir a toda prisa; le decía al doctor que no estaba capacitado para ayudarme, que él tampoco y que debían salir los tres cuanto antes. Traía una cruz de madera, un rosario y una biblia. El doctor le imploraba que no debía morir igual que su madre, que él se quedaría hasta que llegara con más ayuda. De pronto sentí una presión muy grande en el pecho; se me infló y parecía que explotaría algo dentro de mí.
Mi voz cambió, pedía un ritual; mis piernas tronaron y empecé a tirar todo lo que había alrededor. De un golpe voltee la cabeza del doctor Suárez. Mientras el padre huía despavorido, tiró el crucifijo y su rosario, sin embargo, Emilia entró a mi cuarto. Estaba asustada, no sabía lo que pasaba conmigo. Yo estaba tragándome entero el rosario.
Cuando la vi, tomé el crucifijo y se lo enterré en el cráneo, justo en el costado izquierdo. Mi hija cayó muerta al instante. Eso logró que me detuviera por unos instantes. Las lágrimas me brotaron; me quería morir por mi crimen, aunque nunca pude tener control sobre mí, sabía que todo era mi culpa.
Levanté a mi niña y la puse en el sillón, ése que tanto le gustaba y lo único que mi esposa me dejó sacar de casa. Al doctor lo puse sobre la cama, sabía que alguien lo encontraría ahí tarde o temprano, al igual que a mi pequeña Emilia.
Si estás leyendo esto, sabrás que soy culpable de todos los crímenes. Ésta es la última vez que escribo ahora que los demonios soy yo. El rosario lo vomité y lo puse junto a la cruz en una pequeña caja debajo de mi cama. Por favor, dale sepultura a mi hija, al doctor Suárez, pero sobre todo, no me busques, soy un soldado del infierno.
Atentamente:
Óscar Andrés Mérida”
Hasta ese momento, Andrés recordó cada momento. El día que se recluyó en el psiquiatra; los enfermos que ahí vivían; las historias que le contó el doctor Suárez sobre casos similares; los demonios que en él vivían; que nunca más vería a su hija y que todo el día, desde que tomó el periódico, hasta que regresó a escribir a casa, había sido una alucinación, una última manera de luchar con sus ocupantes.
—Te perdono, papá, no fue tu culpa— escuchó de nuevo un susurro.
Su rostro se llenó de lágrimas nuevamente, arrepentido de todo lo que hizo. Sabía que lo único que le esperaba era vivir tras las puertas del infierno, mismas que ya lo esperaban desde hacía tiempo.