Desde niño he tenido una fijación muy extraña con los volcanes. Les temo, pero los admiro. Tal vez por eso, en algún momento dije que cuando me muera, me gustaría que mis cenizas fueran esparcidas por un volcán.
Cuando tenía seis años, subía a la azotea de la casa de mis abuelos para mirar a “La mujer dormida” y al “Popo”. Ahí perdía el tiempo, admirando el vestido blanco de ambos y la fumarola que “Don Goyo” expulsaba. La acción la repetí por años, hasta que el crecimiento de las casas vecinas me lo impidieron.
Años más tarde, me asusté cuando por la televisión vi cómo el Popocatépelt expulsaba “material incandescente”, mientras recordaba (gracias a una enciclopedia Disney que mi papá me había regalado) qué tipo de volcán era y qué tan rápido podría viajar su lava o las piedras que emanaba de su interior.
Por fortuna no pasó a mayores. Mientras digería mis miedos, me enteraba que había gente que no les temía, que los veía como protectores o que incluso les danzaba para disminuir su furia.

Tiempo después, mientras platicaba con mis papás sobre la leyenda que explica el origen de los volcanes, ellos me contarían que los visitaron cuando no eran tan peligrosos y la actividad de “Don Goyo” era menor. Los envidié un poco, pues a mí me gustaría estar al pie de ellos, para admirar su grandeza y palpar su eternidad.
Hace unos días, entre la revolución que significó cumplir 27 años y cerrar un ciclo laboral, volvía a casa de mis papás con el ánimo a medio vuelo. Por un momento me detuve para mirar el horizonte y vi a ese par de volcanes. Entonces, tuve una regresión a los años donde todo era más sencillo, donde todo se resolvía en sueños, donde quería ser vulcanólogo, donde subía a la azotea para admirar a los guardianes del Valle de México.
Quizá, aquella imagen de los volcanes imponentes y vestidos de blanco, me dio el valor suficiente para tomar una decisión y dar un paso más a lo que deseo hacer: reencontrarme con la escritura.
Por hoy, la libreta cierra su segunda página.