Hace algunas semanas terminé de leer La cabeza de mi padre de Alma Delia Murillo, y resulta que es uno de esos libros que remueven cosas y generan preguntas, sobre todo preguntas (incómodas, claro, las que más me gustan).
La premisa de la novela es sencilla: un día Alma Delia decide que quiere buscar a su padre, ese que abandonó a su madre, a ella, a su familia, para no volver. Emprende la misión a la cual se suman sus hermanos y su madre. Y ahí van por las carreteras de México hasta llegar a Michoacán. Como Alma Delia es una escritora bastante talentosa, mientras va contando las peripecias del viaje entrelaza memorias e historias de su pasado de una manera tan orgánica y sencilla que, a pesar de las digresiones del tema principal (o lo que parece serlo) resulta una novela nutrida con un montón de información, sensaciones, relatos, experiencias, totalmente disfrutable. La novela es buenísima por muchas cosas, pero no es mi intención detenerme a hacer una reseña de ella. Hay algo en especial de lo que quiero hablar y que es lo que me ha estado dando vueltas en estos días.
Resulta que esta novela la leímos para mi club de lectura y hubo muchos lectores entusiasmados que se identificaron con Alma Delia Murillo y que compartían la historia del padre ausente y los múltiples huecos y dolores que esto implica. Está genial que la literatura logre eso, de verdad, me parece una de las cosas más hermosas. Incluso Alma Delia contó que hubo personas que le confesaron haberse animado a buscar a su padre, a tratar de enmendar las relaciones rotas, de cerrar ciclos; todo gracias a su libro.
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Y yo, honestamente, no acabo de entender este comportamiento, y ahí es donde empiezan las preguntas incómodas. A mí, que tengo una historia de un padre ausente, no me queda claro por qué habría una intención de buscar a alguien que evidentemente nunca quiso estar. Yo estoy en paz con eso. No sufro, no me lamento. Claro que me gustaría saber algunas cosas importantes como si el sujeto tuvo cáncer o alguna enfermedad que podría afectar mi vida. Pero eso de ir a buscarlo para hallar respuestas, esa tristeza por el vacío, por la necesidad de que un señor me proteja, ese deseo de entender y saldar, de una suerte de completitud, no, a mí eso no me va. Si no está aquí o no estuvo en su momento es porque no quiso. Punto. Estamos bien con eso.
Por un lado, eso. Por otro, una de las cosas que más me impresionaron del libro y con la que sí me identifiqué es que en realidad es la madre la que se echa encima el paquete de la crianza y de resolver la vida entera. Aunque el libro se llama La cabeza de mi padre y es evidente que el motor es la incógnita por su paradero y la necesidad de encontrarlo, Alma Delia Murillo ofrece un anzuelo nada más, porque la novela se trata de los que sí estuvieron presentes y de cómo es que su presencia influyó en el ser que ella es ahora y cómo fue la construcción de sí misma gracias a esas personas que estuvieron ahí. El libro, a mi manera de ver, es sobre su madre: esa madre que es el arquetipo de las madres que estando solas agarran fuerzas de quién sabe dónde para hacer todo lo necesario para que sus hijos estén bien.
El padre aparece en un capítulo, muy brevemente; a mi manera de ver bastante decepcionante. Yo leía y leía esperando el momento del reencuentro y pensé que sería algo fulminante y durísimo. Pero no. Al contrario, me dejó pensando lo que intuí desde el principio: el padre es un pobre diablo que no aguantó vara. Alma Delia tarda bastante en decir la razón por la que se fue, el hecho crucial que hizo que abandonara: lo va soltando de a poco, dice que hubo un accidente, que se fue después de lo que pasó con su hermana, pero es clara hasta llegar a la mitad del libro, donde nos enteramos de que una de sus hermanas tuvo un accidente en la cocina que la dejó con lesiones muy graves, seguidas de meses y años de hospitales, doctores y cirugías. A partir de ese hecho, él se fue, lo que para mí es una manera de decir que, como dicen en mi pueblo, no aguantó vara. El padre no pudo enfrentar las complicaciones y decidió que lo que había que hacer era tirarse al alcohol y abandonar a su familia. ¿Y quién se quedó a hacer la chamba? Su madre. ¡Qué sorpresa!
Yo le preguntaba mentalmente a Alma Delia, al ir leyendo: ¿Por qué quisiste ir a buscarlo? ¿Por qué el dolor? ¿Qué esperas encontrar en alguien que decidió que no te quería lo suficiente como pare quedarse? Y a ratos, sorprendentemente, hay partes en que ella trata de justificar su manera de actuar. Yo seguía con las preguntas: ¿Merece tu tiempo y tu esfuerzo un señor que no pudo con la responsabilidad y las adversidades? A Alma Delia le duele, auténticamente le duele mucho que su padre no haya estado con ella, le duelen los espacios en blanco que tiene que dejar en los formularios (chica, ya he pasado por eso, no es la gran cosa), le duele no saber decir si su padre está en otro país, le duele que le sugieran que para no entrar en detalles ponga que se murió y ya. ¿Por qué ese dolor?
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Nunca conocí a mi padre. Y está bien. Llevo los dos apellidos de mi mamá. Y está bien. Si hubo alguien ahí que pudo estar y decidió no hacerlo, ¿por qué voy a llorarle y a buscarlo? No me hace falta. Hay estadísticas: muchísimos hogares carecen de figuras masculinas y la paternidad responsable es una cosa rara. Desafortunadamente me tocó ser parte de la estadística. Y así es la vida. Ni modo. Tal vez veo el asunto así porque crecí en un hogar sostenido fuertemente por puras mujeres, un hogar en el que los elementos masculinos son, en el mejor de los casos, una calamidad intrascendente, y en el peor, seres que dañan.
Entonces yo no me veo buscando a un señor que no me quiso y del que no necesito nada. Alma Delia termina el libro con una suerte de tranquilidad por haber buscado a su padre antes de que muriera (él muere poco tiempo después el viaje); haberlo visto es algo que de alguna manera la hizo sentir paz. Mi padre tal vez está muerto, honestamente no me interesa.