Supongo que la vida de nadie es como se la imaginaba de niño (en su mayoría para mal, muy pocas veces para bien). Hay como excepción contados casos que rompen con el molde y logran todo en niveles increíbles.
Siempre, desde que tengo memoria, me he sentido totalmente ordinaria y cero trascendente. No soy un personaje de novela, mi vida es aburrida y no suceden cosas fuera de lo común. Lo cual está bien, no me quejo. Tengo mis mantras para sobrellevar esta existencia ordinaria, muchos inspirados en los poemas (porque a mí los que me acompañan en la cueva son los poemas como a muchos acompaña la religión), en la literatura, en lo poco que entiendo de filosofía y arte.
Me gusta leer, enfrascarme en mi música y jugar juegos tontos en el celular para olvidarme un poco del mundo. Estoy bien con las series y las películas, con la escritura ocasional introspectiva que me da paz, con la creación que me estimula y me abraza el corazón mientras me dice que la oscuridad no tiene que ser un terreno inhóspito sino un asidero. Estoy bien viendo el mundo por el Instagram. Estoy bien con un trabajo que no me quita todo el día y que hace que el tiempo vuele, un lugar lindo en el que hago muchas cosas que me siguen retando y no permiten que piense en el hartazgo.
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Las áreas de oportunidad existen. Y los fracasos, uy, de esos no hablo, pero vaya que existen. De cualquier modo, no sé si a los demás les pase: como que uno espera un atisbo de algo un poco más emocionante. Hay una paz general y una suerte de “contentud”, pero queda en el fondo la sensación de que tal vez hay algo que no estamos haciendo bien, de que podría ser mejor, pero al mismo tiempo subyace un cansancio porque algunas cosas las hemos intentado ya suficientes veces. ¿O sólo me pasa a mí?
No recuerdo qué esperaba de mí hace veinte años, no sé siquiera si pensaba en ello. Sospecho que más bien este punto de mi vida era incluso impensable entonces. Ya estando en este momento lo único que sé es que de aquí todo va hacia abajo. Ya soy la señora que viaja con pastillas y vitaminas, la señora gorda que tiene que cuidar los niveles de azúcar para no desarrollar resistencia a la insulina, la señora a la que de vez en cuando (sobre todo al hacer ejercicio) le duelen las rodillas. Desde hace varios años soy la señora que se pone la pijama antes de las diez de la noche y que se encierra alegremente por las tardes para no saber nada del mundo. Soy la señora que tiene todos los días la oscuridad acechando, aunque sea un ser funcional y alegre con un trabajo, una oficina y una rutina totalmente normal.
El otro día una amiga me hablaba de la muerte, de lo mucho que le teme, de no querer siquiera nombrarla. Tal vez es la edad. Yo sí pienso en la muerte, pero sólo lo hago como concepto para la poesía, pero existo evadiéndola en la realidad. Pienso en mi madre cada que el asunto de la muerte se me aparece por la cabeza, y prefiero seguirme enfrascando en distracciones para postergar incluso el pensamiento, la hipótesis, los pasos a seguir. Evado alegremente, porque las cosas nunca pasan, hasta que pasan, y ya está.
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¿Llega uno a una edad en la que deja de evadir y decide enfrentar? Dicen que viene una crisis importante a los cincuenta. En parte siento que la vida no ha pasado por mí, es decir, en muchos aspectos me siento igual que hace diez o incluso quince años. En muchos otros sí que noto los cambios. Oscuramente deseo no demorarme en morir para que otros se encarguen de los papeles, la burocracia, los seguros y las cuentas de banco, que otros cierren mis redes sociales, que otros, quizá, entreguen a una editorial el libro inédito (siempre hay un libro inédito) y haya piedad para la muerta que no lo pudo publicar en vida.
Cumplí cuarenta y no es lo que esperaba. La oscuridad creció, lo curioso es que en realidad no me molesta.