[A modo de introducción]
Me atraen las historias de fracaso porque me identifico con ellas. Encuentro en el dolor un estímulo que a veces me resulta pavoroso. Escribo de lo que pienso y siento. A veces me freno al escribir de lo que pienso y siento porque no quiero asustar a otros, pero de todos modos acabo haciéndolo. Me gusta la literatura y sobre todo la poesía, no creo que el arte nos haga mejores personas, pero sí nos da un alimento especial que ninguna otra cosa puede.
Hoy empiezo con mucho gusto mi columna “Pequeñas magias inútiles”; espero que sea llamativa y que mi desnudez a través de la palabra haga eco en los demás.
[Ya en materia]
Hace 22 años se estrenó la multipremiada película de John Madden que recrea la supuesta y bastante imaginada vida de William Shakespeare en el periodo en que escribió su Romeo y Julieta: me refiero a Shakespeare in love.
En la película hay guiños interesantes hacia la teoría de que el también escritor Christopher Marlowe fue el autor real de algunas obras de Shakespeare. También hay humor y un romance que se acerca bastante a los terrenos de lo inverosímil y lo ridículo. Y la primera vez que la vi fue justo esto lo que más me gustó: los sonetos “improvisados” que se declaman ante una doncella dentro de un pésimo disfraz de hombre, el ingenuo Shakespeare haciéndose tonto detrás de una joven enamoradiza; la hermosa Viola, ligeramente feminista y lo suficientemente rebelde como para aventurarse en el teatro cuando era un acto prohibidísimo.
Después de varios años de dejar la película en paz, volví a ella y me di cuenta de que sobre todo lo anterior había un factor que la hacía suprema: el amor, pero no el que triunfa y vence, sino el que se termina, el que acaba y no tiene final feliz… O quizá precisamente porque acaba, lo tiene.
En general me gusta que no haya finales felices porque la vida casi no los tiene. Viola cumple los votos de matrimonio con un hombre que desprecia; William acaba con el corazón roto. Sin embargo, ambos ganan algo, y ahí la lección invaluable: consiguen, de un modo muy extraño, la eternidad, la trascendencia, el amor perfecto y la capacidad de conservar el instante intacto: permanencia, ideal imposible.
Muchos años después de Shakespeare, John Keats escribió su poema “Oda a una urna griega” en el que proyectó a la perfección la eternidad y al mismo tiempo lo imposible de ésta. En el poema describe con detalle el grabado de una urna griega: ahí aparecen dos amantes a punto de encontrar sus labios en un beso. Keats explica que ellos gozan de una felicidad eterna, pues el grabado los muestra en el instante en que son más plenos y felices. Keats también sugiere que en esta suerte de suspensión también hay una condena, ya que jamás van a tocarse y sólo se quedan estáticos en el instante previo. La redención radica en que ese momento perfecto es inalterable y, en aras de su conservación, lo que sucedería o podría suceder después queda en segundo plano.
¿Cuál es la más grande perfección y qué acusa mayor trascendencia en el recuerdo? ¿La de un instante perfecto —tangible y conservable— o la de una vida entera totalmente incierta?
Elijo el instante. Recientemente Octavio Paz rescató en varios poemas la belleza de lo efímero y la paradoja que existe entre lo permanente y lo mutable. Los amantes de Keats son los más felices pues en su haber no cuentan con más que ese momento de plenitud en que no pueden sino estar alegres y dichosos. Keats, a través de esta urna, los está salvando del precipicio. Por su parte, Paz diría que es sólo en el instante donde se puede hacer poesía, donde puede contenerse el todo, donde existe una verdadera manera de salvarse, incluso de trascender.
De vuelta a Shakespeare in love, los jóvenes William y Viola se salvan a sí mismos del precipicio. Al final ellos no van a estar juntos. El matrimonio arreglado de Viola con Sir Robert de Lesseps es inevitable. La fama y prestigio del aún joven escritor está por comenzar y debe quedarse en Inglaterra a continuar su oficio. No es un final feliz, en el sentido en que estamos acostumbrados, pero es un final loable que apuesta por conservar un pedazo de eternidad.
En el último diálogo que sostienen establecen algo fundamental: el recuerdo sin marchitarse. Ellos no sabrán de decepciones ni peleas en relaciones a largo plazo que pueden fracasar. Se separan con la convicción de que su amor tal cual es en ese momento se guardará intacto para siempre. Al despedirse los amantes establecen un recuerdo perfecto el uno del otro, el cual guardará cada idilio, cada beso, cada palabra dicha en una perfección que en muchos casos se pierde para los que siguen adelante. Ésa es la verdadera eternidad, el verdadero instante preciado y puro. Esto es lo que buscaba Paz al rescatar los instantes. Es lo que quería decir Keats al loar el momento exacto en que se encapsula la perfección. En efecto, de esta manera Shakespeare estaría siempre y para siempre enamorado.
Ahora bien, que a costa de la eternidad uno tenga que abandonar lo que más ama es una lástima. O quién sabe, quizá no lo es.