Marco Fonz escribió un último poema antes de suicidarse el 22 de enero de 2014: “Estudio no.1 de cráneo con luna llena”. Hoy, a casi ocho años de su partida, vuelvo a la reflexión sobre aquellos poetas que deciden irse voluntariamente, en esa abstracta denominación de “antes de tiempo”. Poetas que deciden funcionar bajo sus propios parámetros y reglas, para dejar atrás al mundo, a consciencia. Ese último poema de Marco tiene unos versos que me resultan fascinantes:
“Todo existe porque se aleja / alguna ola humana
algún vocablo lunático con su melena romántica
alguna mujer con su luz propia sobre el papel de sus símbolos”.
Leo y entiendo que quizá la vida entera es un alejarse, alejarse a la muerte. Franz Kafka pensaba que el mundo era una suerte de tratado inverosímil y absurdo frente al cual no se puede luchar para ganar; habría que asumirnos como un insecto asqueroso y ver que este hecho no inmuta a nadie, y entonces, con esa realidad, seguir viviendo. Pero la mano de aquel que renuncia tiene otras miradas y otros planes para su propio destino: no se acostumbra a ser el insecto condenado a un mundo inmutable; aquel que renuncia desea ser algo que la realidad no le permitirá jamás, y entonces opta por una existencia que es tal sólo en tanto se aleja. Marco lanza en ese mismo poema la sentencia: “¿Y si todo fuera renuncia?”, y entonces se entiende su vida, su renuncia.
Pienso en esos otros poetas geniales, verdaderamente grandes, sabios y muy sensibles que se vieron seducidos —y encantados—por la muerte. Xavier Villaurrutia demostró en sus textos ese encanto, al que sucumbió un día de Navidad de 1950. El poeta afirmaba tener a la muerte dentro de sí, como una semilla que le crecía y con la cual había aprendido a existir. Es sabido que Villaurrutia trató a la muerte en casi toda su obra y en ella se aprecia cómo vivió escondido entre la sigilosa sombra nocturna y el intersticio, el poeta que, siempre coqueteando con la muerte, renunció a la vida con su propia mano.
Por mencionar a algunos otros, en la lista cabe Virginia Woolf, quien escribió a su marido una de las cartas más conmovedoras antes de lanzarse al río con piedras en el abrigo el 28 de marzo de 1941:
“No puedo luchar más. […] No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte que… Todo el mundo lo sabe. Si alguien pudiera haberme salvado, habrías sido tú. No me queda nada excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo.”
Alejandra Pizarnik ingirió tantas pastillas de Seconal que su cuerpo no pudo mantenerse con vida. La sobredosis de barbitúricos no fue un accidente. En el pizarrón de su departamento, el 25 de septiembre de 1972 dejó escrito: “No quiero ir más que hasta el fondo”. Nunca habló explícitamente de renuncia, no con esa palabra, pero en sus poemas hay recurrencia a querer otro lugar, y a un miedo profundísimo a esta existencia.
Reza un proverbio persa que “la renuncia es la verdadera corona”. Renunciar a la vida es la más grande renuncia de todas. Parece que existen ciertas almas suprasensibles o extremadamente alertas que aunque entienden el funcionamiento del mundo, no logran satisfacerse con ello.
De vuelta a Marco Fonz, creo que no pudo haber encontrado mejores palabras para terminar ese poema, pues es una declaración por lo fascinante y poderosa que es la muerte: “aquel fosforescente cráneo / que competía con su leve rumor de encanto / con la más fugaz y alta luna llena”. El cráneo, tomado como metonimia, fue finalmente más grande que la luna y, si puede ser así, también puede ser más grande que la vida. Una vez más ¿y si todo fuera renuncia? Trato de encontrar una manera burda de explicar lo inexplicable: existe una necesidad de renunciar completa y totalmente a una existencia que resulta demasiado pesada y abrumadora. Recuerdo que hace muchos años un amigo, por uno de mis ataques de depresión injustificada me dijo: “El mundo va a ser feo. Acostúmbrate.” Y luego: “No es falta de decisión, es apechugar.” Quizá simplemente hay quienes no encontraron que “apechugar” fuera una opción atractiva y prefirieron renunciar.
Concluyo también que se requiere más valor para este tipo de renuncia, la total. Uno puede renunciar a un montón de cosas pequeñitas sin mayores consecuencias, o quizá algunas más complicadas, pero no cruciales: desde pintarse el pelo a terminar con una relación. Para todas las pequeñas renuncias, la gente tendrá una buena cara que ofrecer y entenderá que es normal hacerlo, ante ciertas cosas. Si uno renuncia a comer carbohidratos porque quiere adelgazar, la gente lo verá bien, o si renuncia a tener una relación tortuosa con alguien, con mayor seguridad y aprobación la gente dirá que qué bueno que lo hizo, que era lo mejor para estar bien. Pero renunciar de manera global es incomprensible y sobre todo, no es exaltable. Qué tal si la vida misma provoca mayor desazón y tortura que la alternativa; qué tal si uno encuentra que toda la existencia, en todas sus formas y particularidades no ofrece nada que valga la pena de nada. Ahí viene la renuncia.
En Esa visible oscuridad William Styron habla del tabú del suicidio y de cómo muy pocas veces se mira como una muerte más, pero sí como una suerte de aberración, una cosa que no se debe nombrar. Es un asunto complejo, Albert Camus (citado por cierto en el libro de Styron) lo entiende perfectamente: no se trata de arropar un sentido a la vida, porque no lo tiene, sin embargo no por ello debemos sucumbir. Yo, aunque aspiro a la templanza de Camus, sigo temiendo el día en que me canse del absurdo, en que no quiera aguantar más. Ese día, me imagino, nada será suficiente y tal vez, cuando el mundo me aplaste por completo recordaré a Marco y pensaré conscientemente: ¿y si todo fuera renuncia? Existiré sólo en medida en que me alejo. La renuncia, habría que pensarlo así, será la verdadera corona.