Una vez al mes, la ida a la escuela adquiría sabor a maíz, era quizá el momento más esperado por mi hermano y por mí, ir a la primaria comiendo una de las tortillas que mi abuelita había hecho horas antes.
Desde un día antes, la emoción iniciaba cuando veíamos que mi abue iba al molino para convertir en masa el maíz que horas antes ya había hervido con la leña que mi abuelo conseguía de los jardines y árboles que podaba.
Ella llevaba un bote al molino y regresaba con la mitad convertido en masa.
Al siguiente día, muy temprano -como a las 5 de la mañana-, le pedía a mi abuelo que moviera su carretilla para sacar el anafre gigante que tenía en el patio, después le comenzaba a poner leña y lo encendía con esos palitos que hacían que el fuego ardiera con mayor velocidad, encima le colocaba un comal gigante y mientras se calentaba, ella comenzaba a terminar de darle el toque a la masa.
Con sus manos comenzaba a hacer la bolita que después pasaba por la máquina para aplastarla y convertirla en tortilla.
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Cuando estaba lista, la colocaba sobre el comal ya caliente, y ahí terminaba de hacerse la magia. Dicen por ahí que la masa no se crea ni se destruye, sino que solo se transforma, y así pasaba, pues después de pasar por las manos de mi abuelita, la tortilla comenzaba a inflarse y se teñía de un azul muy particular.
Después de unos minutos, la volteaba para que se cociera por el otro lado, a la par que ya tenía preparada una más, que caía en el comal. Una vez que estaba lista, la colocaba en un cesto de palma y la tapaba con la servilleta que ella había tejido.
Tras hora y media de hacer bolitas, aplastarlas y echarlas en el comal, el cesto comenzaba a llenarse y era ahí cuando nosotros entrábamos en acción.
Ya para esa hora, a las 7:20 de la mañana, estábamos terminando de alistarnos para ir a la primaria. Cuando salíamos de la casa al patio, mi abuelita nos decía que si no queríamos una tortilla y era imposible negarse a ello, al sabor de la masa, al olor de la madera quemada y a la sensación de que esas tortillas auguraban un buen día.
Para completar el manjar, le poníamos un poco de limón y una pizca de sal. Así nos íbamos a la escuela, con nuestra tortilla en la mano y la felicidad que da la comida.
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Y esto se lo quería contar a mi abue cuando uno de estos sábados hacia sus tortillas, ya no en el anafre gigante, sino en su estufa, ya no para llenar un cesto de lo largo de una licuadora, sino una servilleta pequeña, ya no para ir a la escuela, sino para tener unas cuantas para la semana.
¿Están buenas, hijo? -Me preguntó con esa voz que siempre me ha traído calma.
No le conté toda esta historia, solo atiné a decirle: es que me acordé de cuando las hacía allá afuera y nos daba una antes de ir a la escuela…