Recuerdo que pasaban las 12 de la noche. No, espera, debió ser antes porque alcancé el último tren. Ingenuo, como niño por viajar sentado en el metro, subí en el último vagón a pesar de estar prácticamente vacío. Mi parada era hasta Taxqueña, así que me acurruqué con mi suéter y mi mochila.
Hacía frío y por más que me tapara no podía acomodarme, aunque fuese para cerrar los ojos.
Era tal la penumbra de la noche que ni siquiera distinguí cuando pasamos (pasábamos) los túneles. Pero no le di importancia. Las cosas se volvieron más extrañas cuando ella se sentó justo en frente de mí. Me llamó la atención sus pies tan blancos. Apenas había diferencia entre sus huaraches y sus dedos.
Trataba de no verla, me compararía con un degenerado, pero de reojo alcancé a notar que su mirada estaba fija, insistente, en el fondo del vagón.
Voltee en la misma dirección que ella y en los asientos no había ni polvo. Agaché la mirada y no vi más las pálidas piernas.
Mi sorpresa fue mayor cuando sus manos rozaron mi brazo izquierdo. De saber lo que pasaría me habría salido por la ventana.
Como en cámara lenta, recorrí su cuerpo hasta llegar a su cara. Su vestido liso, como hojas de papel y sus delgadas manos, donde sus dedos bien podrían ser remplazados por popotes, no me impresionaron.
La sorpresa se dio cuando llegué a su rostro.
Sus facciones de porcelana se iban resquebrajando, y como el nacimiento de un huevo, se iba mostrando una criatura irreproducible.
Ahora su piel era una calle de grietas con pedazos de cartón colgando y ojos color asfalto. En un instante su ropa se volvió harapos momificados y sus pies trozos de carne podrida. Moscas salían de su entrepierna y un olor a desagüe casi logró hacerme desmayar.
Tomó mi muñeca con estridente fuerza y al oído me susurró “No corras, de nada servirá”.
Traté de soltarme pero a medida que luchaba, su mano, ahora convertida en corteza firme, me apretaba más. Cientos de voces y ruidos empezaron a retumbar en mi cabeza.
Las luces de los vagones se apagaban y creí que moriría, sin embargo, las lámparas de la estación iluminaron el tren y éste empezó a detenerse. Las puertas se abrieron y como pude me liberé.
Corrí hasta que el corazón partiera mis venas. El miedo venció el cansancio de días atrasados.
Aun así no podía perderla de vista. Sentía su respiración en mi espalda.
Al final desperté. Nunca volví a soñar eso, pero estuve aterrado mucho tiempo.
—¿Entonces ya no tienes pesadillas sobre eso?
—No, por fortuna duermo tranquilo. Pero fue tanto mi miedo que inclusive oriné mi cama. —Jajajaja, encantadora historia.
—¿De qué te ríes? No es gracioso.
—Para empezar, no lo soñaste, fue real. En segunda, te creo porque yo también vi a esa mujer. Y en tercera, nadie que la ha visto vive para contarlo. También llevo varios años muerto.
Texto publicado en nuestro blog Los ojos del Tecolote. Puedes consultarlo aquí: Pesadillas.