En mi familia se conservan algunas tradiciones, pocas pero firmes: poner altar de muertos, nacimiento y árbol de Navidad son de las más constantes y arraigadas, de esas que aun con el paso de los años siguen conservándose. O quizá no, si hablamos de mí, porque como parte de la familia he roto con esta tendencia.
Hace diez años dejé de vivir en casa de mi mamá (antes de eso tuve una temporada en Guanajuato y otra en Santiago, pero siempre volvía ahí); en 2013 me busqué un espacio fuera, de ese año a 2016 compartí un departamento con una amiga, en 2016 renté mi propio espacio para mí sola y a fines de 2018 me mudé con mi pareja al lugar en el que seguimos viviendo actualmente. Cuento esto porque en todos esos años jamás puse un altar de muertos. Arbolito sí, no siempre, nacimiento jamás.
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Me pongo a pensar en esa tendencia en estas fechas y siento que, por tantos muertos que ya tengo, debería hacer el ritual y la ofrenda. Con muchísimos años de educación católica sé bastante bien qué debe ponerse, qué significan los elementos, lo que se supone que debe suceder, todo eso… Pero donde mucha gente encuentra la esperanza del retorno de sus muertos yo encuentro sólo el recordatorio de que murieron y de que ahí se acabó la cosa y ya no hay más.
Esto no quiere decir que no me acuerde de mis muertos de una manera linda; no soy tan cretina. Pero apenas ayer Facebook me mostró unas fotos que saqué en el departamento en el que viví en Guanajuato, el cual compartí con Fernando. Y es poco lo lindo y mucho el dolor, porque en ninguno de los futuros posibles que me podría haber imaginado concebí uno en el que Fernando muriera a los cuarenta años. El Facebook también me mostró hace no mucho las fotos de la boda de mi primo y con ello a todos los muertos que ahí habitan alegremente.
La ofrenda que pone mi mamá siempre es muy hermosa y grande. Pero en mi caso a la belleza se impone el dolor. Está tan llena de fotografías, tantas, tantas de verdad que duele muchísimo. Yo prefiero ahorrarme, en medida de lo posible, sufrir las muertes otra vez y creo que las ofrendas me hacen pasar por ese duelo espantoso, porque en muchos casos yo no “acepto las decisiones de dios” ni mucho menos creo en la vida eterna o en el reencuentro después de la muerte y sigo bastante enojada por el maldito azar que mata a unos sobre otros.
¿Qué le vamos a hacer? Tengo ese defecto. A mí no me convence la idea de que los muertos me visitan, sé que se murieron y ya y eso es bastante triste, pero prefiero vivir con esta tristeza encapsulada a la esperanza del regreso, lo cual me parece verdaderamente inútil, lastimera, absurda. Entonces no, yo no participo en poner altares ni ofrendas.