Comenzamos a creer que el árbol de limones también está triste. Desde que el abuelo se fue, ha dado poco y nada. Quizá también le pesa la ausencia de quien lo plantó, regó y cuidó por años.
La verdad es que ya nadie recuerda cuánto tiempo lleva el árbol aquí. Sospechamos que casi 30 años porque ya aparece en una foto de cuando mi mamá estaba embarazada de mi hermano, el más pequeño.
Mi abuelita tampoco lo recuerda y a quien le podríamos preguntar, ya no está, se fue hoy hace dos meses.
Quizá por eso empezamos a sospechar que también está triste por la partida de la Sombra.
Hasta hace unos 15 años, mi abuelo era el encargado de subirse a su escalera y bajar los limones del árbol para que mi abuelita los lavara y repartiera a sus hijos y nietos, o hiciera un agua cuando tenía visitas.
Con el paso del tiempo, y a medida que mi abuelo se fue refugiando en sus recuerdos y en sus pasos lentos, la responsabilidad de bajar los limones del árbol cayó en manos de mi papá.
Nacho, con su excesivo cuidado por los detalles, podía pasar hasta una hora seleccionado cuáles estaban buenos, limpiando las hojas de hormigas y otros animalitos, y recortando las hojas para que siguiera creciendo.
Y no es por presumir, pero los limones eran los más jugosos que había probado y con un aguante digno de mi abuelo, pues podían pasar semanas y su sabor se mantenía intacto.
La labor de recolección dejaba hasta dos cubetas llenas de limones, que después terminarían en bolsas para cada uno de los hijos e hojas que iban de visita a la casa de los abuelos.
El limonero no estuvo excento de sus malas rachas, por ejemplo aquella en la que fue víctima del saqueo de un vecino, bastante gandalla, que se robaba los frutos, cuando el árbol ya superaba el techo de la casa de mis abuelos.
También de la mala vibra de algunas personas, tanto así que por años tuvo un listón rojo amarrado para evitar que el mal de ojo le afectara. Y funcionó.
Sin embargo, desde hace dos meses ha dado poco y nada.
Aquella noche que mi abuelo partió del mundo, mi papá subió al techo y cortó unas hojas para que mi mamá y tías hicieran un té de limón.
Aún recuerdo lo reconfortante que fue probar ese té, después de horas sin dormir, de tener los ojos hinchados por el llanto y de sentir cómo el hueco en el pecho se hacía más y más grande.
El limón nos dio muchos vasos de té, durante esos nueve días de rezos, llantos, tristezas y deseos de que todo fuera un mal sueño.
Y uno de esos días, me pidieron subir al techo para ver si había limones en el árbol. Busqué hasta que, entre las ramas, encontré algunos. Ahí arriba me lamenté no haberle preguntado a mi abuelo la historia de ese limonero porque, aunque fuera sencilla, la Sombra tenía el don para contar y atrapar con su relato.
Y desde ese día, el limonero da poco y nada. Y aunque quizá le faltaba el agua de lluvia, a veces me da por pensar que, como nosotros, está triste desde aquel 14 de mayo de 2024.