“Acordarse” como un germen contagioso

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Acordarse un ejercicio adictivo, y quizá la cantidad de recuerdos que salían podría alcanzar un número infinito... Foto: Pixabay.

Aprovecho para mandar un cálido saludo a Adriana Dorantes. En el trayecto de la lectura de tu texto, me propuse hacer un símil del ejercicio que tú hiciste al leer a Joe Brainard. De hecho, inmediatamente fui a buscar algún PDF que me permitiera ver a qué te referías realmente.

Me di cuenta que era un ejercicio adictivo, y que quizá la cantidad de recuerdos que salían, como impulsados por un bolígrafo, podría alcanzar un número infinito, como una relectura de lo que la memoria conserva, y hasta Sergio Pitol decía que la verdadera lectura es la relectura. Así que este es mi ejercicio.

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Me acuerdo de cuando mi novia compró gomitas de durazno solo por haberse acordado de mí.

Me acuerdo de cuando le dije a mi novia que quería hacerle el amor en cada rincón del planeta, en Alemania, en Rusia, o entre la milpa de algún pueblito.

Me acuerdo de cuando Don Michael opinó sobre la canción “no me dejes nunca”, que qué rogón, si no quieren estar contigo pues ni modo.

Me acuerdo de cuando Don Daniel se enojó conmigo y no me habló hasta tres semanas después.

Me acuerdo de cuando Don Michael iniciaba los días con “White Flag” de Dido.

Me acuerdo de cuando Yani ayudó a aquella mujer a cargar su morral en el trayecto al Nenjo y de cómo pudo empatizar con ella casi inmediatamente.

Me acuerdo de cómo nos invitaron a comer aquellas mujeres en el Nenjo, pusieron huevos en el comal, masa, prepararon una salsa de molcajete y agua de limón. Me acuerdo de cuán listo era el pequeño de cuatro años que ahí vivía, y de cómo le pregunté si aquel caballo era suyo y él respondió orgulloso que sí.

Me acuerdo de cómo mi vecina laboral me regalaba refresco de ginger ocasional y de cómo lo sacaba de su cajón como si fuera el insumo más indispensable.

Me acuerdo de aquella vez que regresé cantando “cenit acústico” con Ramón al salir del trabajo.

Me acuerdo de cuando mi profesor me dijo que soy un hombre de modas e impresiones, que quizá la academia no era lo mío.

Me acuerdo de la primera lectura de Momo y de cómo te cambia la perspectiva del tiempo; un libro que logra modificar la estructura de leyes esenciales.

Me acuerdo de cuando mi novia me dijo mientras estaba encima de mí, mirándome a los ojos y con una sonrisa entre los labios, “Osvaldo, no hemos hecho nada, nos la pasamos cogiendo todo el día”.

Me acuerdo de la primera vez que vi a mi novia, unos completos desconocidos en el plano espacial pero conocidos en la virtualidad de los mensajes de Whatsapp. Me acuerdo de su primer abrazo, tímido pero cálido. Me acuerdo del temor que nos invadía por ser lo que tanto esperábamos ser el uno para el otro.

Me acuerdo de cómo mi abuelito siempre decía que debía conseguir una novia con labios de terciopelo. Ahora puedo besar esos labios.

Me acuerdo de cómo mi abuelito siempre me contaba las mismas historias y yo siempre las escuchaba como si nunca lo hubiera hecho, por respeto a la anécdota. Quizá habría ahora un gesto nuevo, una risa nueva. Solía reírse él solo de sus propios chistes. No creo en que las cosas puedan suceder dos veces de la misma manera.

Me acuerdo de su chiste de la escopeturria que solía contar cada que tenía oportunidad.

Me acuerdo de cómo mi abuelito se quejaba de que mi abuelita no le abría la puerta, él gritaba ¡Beatriz, Beatriz!, sin éxito alguno.

Me acuerdo de la primera vez que fui a una feria del libro, llegué cargado de libros de Roberto Bolaño y Charles Bukowski.

Me acuerdo de que siempre admiré a mi abuelito, esa fortaleza interna que nunca cesaba por su parte. Confío en que él fue un hombre sabio, pues un hombre sabio sabe cómo vivir, pero también cuándo partir. Él lo hizo todo en el momento correcto.

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