Diez años de Quién vive

Quién vive
Quién vive, el primer libro de Adriana Dorantes. Foto: UAM.

En 2012 recibí la noticia de que ahora sí —después de varios meses de estar en dictamen— mi primero libro, Quién vive, sería publicado. Cuando el libro salió no estaba yo en México para verlo, así que tuve que emocionarme por una fotografía que me mandó mi mamá y, a pesar de eso, la emoción fue auténtica y hermosísima. Ese, como había llegado temprano a la universidad, me quedé en una banca y puse la Sinfonía 3 de Brahms, que desde ese momento se convirtió en insignia de celebración.

Ya se cumplen diez años de ese glorioso momento, así que decidí hacer un pequeño homenaje-reseña sobre ese primer libro que significó tanto para mí porque fue un parteaguas en mi vida como escritora, una certeza de que la poesía era lo que yo quería seguir haciendo pasara lo que pasara, una prueba de que eso de escribir, publicar, leer en público, ir a ferias, a medios y todo lo que conlleva era ya una realidad.

Una de mis primeras experiencias a partir del Quién vive sucedió un par de meses después de que se publicó, cuando visité el CCH Vallejo para dar una charla sobre poesía en general y sobre la creación del libro en particular. Los chavos, bien aleccionados por su profe, de que se tenían que portar bien y hacer preguntas inteligentes, hicieron bien la chamba y sacaron interrogantes interesantes. Recuerdo muy bien que uno de ellos me preguntó por qué escribía, qué había en la literatura y concretamente en la creación que me era tan fascinante. Esas preguntas son de difícil respuesta, pero recuerdo que pensé y pensé y en ese entonces estaba fascinada por lo que la poesía podía hacer con el lenguaje y la palabra, me parecía casi un conjuro lo que el poema podía proponer, así como la importancia de la necesidad primigenia de nombrar para ser, y concluí, a manera de respuesta, que para mí la poesía era significativa y hermosa por eso y que por eso mismo me atraía tanto crear y conjurar, por el ímpetu de trazar con palabras aquello que todos vemos, pero muy pocos pueden expresar.

Ya después recordé —un poco tarde, pero luego vería que no tanto—aquello que una vez dijo José Emilio Pacheco en una de tantas conferencias en El Colegio Nacional: “No dejo de pensar en lo que México sería si la gente supiera de poesía el uno por ciento de lo que sabe de futbol, su historia, sus técnicas, sus grandes figuras, su pasión, su misterio”. Y es que, a partir de esa frase, aunque no lo supe en su momento, yo seguiría respondiendo cada que me preguntaran sobre poesía, sobre la gran necesidad de buscarla, y por qué otorga otra dimensión a la vida.

Le debo muchas cosas a Quién vive, hay muchísimo de mí en él, por supuesto, y sobre todo porque pertenece a una época de descubrimientos personales, de decepciones y de encuentros, de esperas y renuncias forzadas, de llantos que regeneran una parte del alma que nunca vuelve a ser la misma. El título, ya que soy muy mala para hallar títulos aplastantes, proviene de un verso de Xavier Villaurrutia, de Nostalgia de la muerte, un libro muy querido y estudiado desde varias miradas en mis clases universitarias. Es una obra ante cuyo encanto terminé rendida, por los silencios, las ausencias, los lugares intermedios que no se pueden habitar y que son imposibles pero que se buscan de todos modos. Quién vive, es un libro también de alguien que desea y sueña, alguien que no se contenta con lo perdido pero que no puede sino vivir de su nostalgia para hallar una manera de reconstrucción. Trata sobre la espera, sobre el dolor y sobre la carencia, temas que me movían, me inquietaban y de cierta forma me siguen rondando sin poderme dejar.


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En cuanto a estructura, el libro está dividido en cuatro partes. La primera contiene un guiño poético a uno de los grandes escritores mexicanos, injustamente olvidado, Severino Salazar, a quien le hago un homenaje por uno de los pasajes más impactantes de su libro Donde deben estar las catedrales; en esta parte también hablo de algunos demonios cotidianos como la tristeza y la soledad, sobre la vieja dupla del amor y la muerte y sobre algunos seres míticos cuyas historias me fascinan: Ícaro y Sísifo, quizá porque pienso igual que Albert Camus, que de alguna manera la sabiduría antigua trágica coincide con el heroísmo contemporáneo, en especial en este par de necios y rebeldes que a causa de su hybris sufrieron el peso del destino inamovible y el castigo de los dioses. La segunda parte abre con un epígrafe de Francisco Hernández que alude a lo fantasmal y al recuerdo que duele. Abre con la retahíla del cuervo que repite una sola frase, para afirmar lo que se ha perdido o ya no podrá volver a ser. También visito a los ángeles y su condición no humana pero tampoco divina y recorro los paisajes de la nostalgia, de lo ido. Hago un canto a la imposibilidad y al deseo de que las cosas sean otra cosa, a través de las oraciones, la manera más común de pedir por lo imposible, por aquello que sabemos fuera de nuestro control, y que muchas veces intuimos como azaroso y perdido.

La tercera parte en su momento de confección fue mi preferida porque se trata de los sueños. Me fascina el intersticio en el que el hombre se encuentra cuando duerme, Homero designó al sueño y a la muerte como hermanos gemelos y esa idea que los lleva siempre tan de la mano me incitó a pensar entonces en el despertar como un levantamiento trémulo que desemboca en un deseo más profundo por dormir, o mejor morir. La última parte viene a confirmar la angustia del grito que con miedo hacemos entre la desolación: “Quién vive”, en este momento hago una última revelación a través de unos poemas más íntimos, más desnudos, el primero inspirado en el poema “Autorretrato” de Rosario Castellanos, y los siguientes que dan pie a mis carencias y mis dolos, la pérdida del amor, los silencios forzados y la conclusión que llegó a través de la Beatriz de Dante, personaje que para mí es el epítome de lo que se busca hasta la eternidad, hasta los infiernos, pero que en mi caso, en este poemario, no se encuentra ni se concreta.

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La portada del libro Quién vive. Foto: UAM.

Otro punto importante es que muchos de estos poemas surgieron gracias a la guía de ciertos profesores que me compartieron no sólo el gusto por la poesía sino la técnica, la pasión y el misterio de la palabra y la creación. Si estuviésemos en la caverna de Platón —desde la idea de María Zambrano—, los poetas son esos que no quieren escapar a la cueva para hallar una verdad en el mundo, sino que, dentro de la penumbra, son felices mientras cultivan su propio jardín y crean en las sombras.

Poco después de que volví a México, se hizo una presentación en la FIL Minería. Ahí alguien preguntó sobre los temas que se escogen (o no), sobre los que escribimos invariablemente. Desde aquel ahora muy remoto 2013 remoto me di cuenta de que mis temas y mis obsesiones estaban muy definidos y lo siguen estando. Creo que todos tenemos nuestras propias tierras de Jauja, las cosas con las que soñamos, nuestras específicas cornucopias y deseos exacerbados. Para mí, una forma de hablar de todo ello es con la poesía; escribo sobre mis carencias y mis humillaciones, escribo para la memoria, porque creo que a través de la palabra seguimos existiendo en una suerte de realidad ingrávida en la que no es posible olvidar; escribo también sobre el dolor que también es gozo e idealmente espero lograr un resultado conmovedor. No desapruebo escribir sobre las mismas cosas, de hecho, me gusta (porque es como eso de Heráclito y el mismo río que en realidad no es el mismo), además de que a veces es inevitable. Oliverio Girondo lo puso en un membrete: “Ambicionamos no plagiarnos ni a nosotros mismos, a ser siempre distintos, a renovarnos en cada poema, pero a medida que se acumulan y forman nuestra escueta o frondosa producción, debemos reconocer que a lo largo de nuestra existencia hemos escrito un solo y único poema”.

Ya con diez años más encima es importante ver las cosas en perspectiva, y volver a los lugares que en su momento se convirtieron en fundamentales. Iba a decir que Quién vive me abrió el camino, pero más bien me confirmó que existía el camino, pues de alguna forma yo ya lo había abierto, y ya así quedaba en mí el seguirlo andando o abandonarlo. Decidí lo primero, y aquí estamos, con un libro que todavía me dice mucho de mí.

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