Esa obsesión con la eternidad

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Somos dados a pensar en la eternidad, o al menos en que siempre habrá algo en nuestras vidas que será constante y estará ahí. Foto: Pixabay.

Somos dados a pensar en la eternidad, o al menos en que, a pesar de que las cosas cambien, siempre habrá algo en nuestras vidas que será constante y que estará ahí sin importar lo que suceda. Más o menos así se piensa cuando uno se matrimonia y cuando tiene amigos muy queridos y cuando encuentra el trabajo soñado. Existe ese deseo de que haya cosas que se queden y que aguanten a pesar de que todo lo demás se caiga. A veces no sólo es un deseo sino una obsesión que nos impide enfrentar la real y dolorosa finitud de las cosas.

Tristemente nada es eterno (al menos no tal cual se conoció en un principio). Si cuesta trabajo entenderlo es porque el discurso de lo que no se va a terminar inunda las películas con sus historias de finales felices. Por lo general la realidad es más tremenda que la ficción, y cuando en la ficción las historias son terribles como en la realidad no hay el mismo auditorio entusiasta que las quiera ver.

Entonces, como nos gusta creer en lo eterno (al fin y al cabo, la religión que domina en el país incita a que esa es la verdadera recompensa), trabajamos para que lo que nos gusta siga igual siempre. Una vez más me suelto a escribir a partir de lo que pasó en Facebook, porque todos los días reviso mis recuerdos y hay ocasiones en que termino sorprendida de estos cambios en mi vida. Apenas hace un par de días vi una fotografía de una fiesta que hice en casa de mi mamá, la foto la compartió alguien que ya no me habla (las razones ahorita mismo no tienen cabida); en dicha foto al menos había cuatro personas con las que actualmente no tengo absolutamente nada que ver, y apenas sucedió en 2015.

Otra de los recuerdos de Facebook: un álbum de fotografías que subí en julio de 2011 sobre una “fiesta de despedida” que hicimos mi amigo Fernando y yo puesto que al mes siguiente nos embarcaríamos a la aventura de estudiar la maestría fuera de la ciudad. No me sorprende verme distinta a mí, porque yo no he cambiado físicamente casi nada. Más bien es la gente, pues de la mayoría de los invitados reconozco que en nuestra relación hubo un quiebre, un cisma, un distanciamiento declarado y explícito.

No crean que no me pongo a pensar seriamente si la del problema soy yo, si la que ha roto los lazos soy yo y que nada más le estoy echando la culpa a la circunstancia, a la evolución, a los cambios en la existencia, a la madurez o a cualquier otra cosa que se me pudiera ocurrir. Muchas veces he pensado que he sido yo. Y a ratos me lamento y pienso que estoy mal, pero también me pasa que entiendo; es decir, ya he procesado la verdad de que mucha gente no tiene por qué seguir ahí.

Tampoco es tan así en todos los casos. En las fotos aparece mi novio de entonces, que con todo lo que pasó y ya viéndolo en perspectiva, ni siquiera sé si deba ponerle la etiqueta de novio. Sí, algo teníamos ahí los dos, en esa fiesta estaba él y un par de amigos suyos (que eran novios). Él terminó conmigo en 2013. La pareja que entonces conformaban sus amigos se deshizo más o menos en ese año o uno después, quizá. En fin, que en esas fotos la historia era muy diferente.


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Me detengo en otro caso: mis amigos de entonces. A uno lo eliminé porque se convirtió en gordofóbico. A otro lo quité hace unos meses porque me cayó mal su delirio de superioridad y juicio. A otra amiga la perdí porque no la invité a mi boda (el caso es mucho más complejo para este breve espacio) y ese evento generó un cisma irreparable. Otra más no es que me haya dejado de hablar, simplemente nos distanciamos y como hace poco fue su cumpleaños me nació escribirle algo, ella me respondió diciendo que tenía las puertas abiertas de su casa y que no había ni enojo ni rencor o algo así, ¿rencor? Yo no había contemplado siquiera que pudiera haberlo, entonces no entendí nada. Bueno, supongo que algo se podrá hacer ahí.

Al final, ya he entendido que la vida, como decía mi mamá, da muchas vueltas. Aquella amiga a la que no invité a mi boda basaba sus argumentos de amistad en la eternidad. Ni modo, hay cosas que no se pueden sostener (el asunto es de verdad mucho más complejo), ya que todos tomamos las decisiones que en ese momento consideramos mejores para nosotros y nadie tendría que reclamarnos por ellas. Es muy curioso cómo se dan en ocasiones las cosas. Muchas no dependen nada más de uno y creo que es importante darse cuenta de que la nostalgia por la amistad no es suficiente para sostener una que se está desmoronando por nuevos factores y porque cada vida cambia hacia direcciones insospechadas.

Hace tiempo me dolía, quizá ahora soy demasiado radical porque he decidido cortar de tajo. Vaya, a mí también me lo hicieron y sigo viva. Lo entiendo como parte de existir. Afortunadamente, siempre hay nuevos encuentros, nuevas amistades y relaciones afectivas que se dan a partir de las personas en que nos hemos convertido. Si por alguna razón ya no me identifico con ciertas compañías entiendo que es por múltiples razones y sobre todo porque la eternidad no existe, mientras que el cambio sí. Parecen pretextos, pero a mí me resultan verdades fundamentales.

Decía Heráclito que no nos podemos bañar dos veces en el mismo río porque no hay dos ocasiones en que sea el mismo río ni los mismos nosotros. Nuestra naturaleza se basa en el cambio, en el flujo y en la evolución. Son muy pocas las constantes e incluso éstas tienen sus variaciones y sus diferencias; es rara la permanencia cuando la balanza siempre se inclina por lo efímero. Esto no quiere decir que haya renunciado completamente a ese resquicio de ilusión (quizá es por la misma naturaleza efímera que el discurso de la eternidad resulta seductor) pues evidentemente hay cosas que ahí siguen y que dan esperanza, pero he tratado de pensarlas también como pasajeras porque nada, absolutamente nada, tiene la garantía de quedarse para siempre.

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