En algún momento del 2014 enterramos a quien, para entonces, era el miembro más viejo de la familia: la tía abuela más joven de aquellas que me cuidaron cuando era niña. Nunca fui generosa con el tiempo, no pasé suficiente con ella, y eso lo aprendí demasiado tarde. Pero sí recuerdo haber tenido el pensamiento constante de su soledad, de la tristeza que era para ella haber visto morir sus padres y sus hermanos hasta ser la última. Fue en junio, y escribo esto como lo que pudiera ser un homenaje, pero también como una reflexión hacia otros aspectos de mi vida no visitados con frecuencia, por miedo.
En aquel tiempo mis relaciones estaban muy basadas en el simulacro, en apariencias, en dar lo mínimo requerido para pasarla en paz y en comodidad (sigo un poco en eso, desafortunadamente). Yo no era de las que respondía con altanería a la figura de autoridad (la mamá, por ejemplo) porque prefería adoptar la idea de que todo estaba bien, aunque no lo estuviera. El simulacro, por alguna razón, era mucho más poderoso que el mundo real, y optaba por él porque las apariencias se podían llevar con éxito. Lo bonito de la simulación, a veces, es que evita los conflictos e instaura verdades que no son tales.
Sin embargo, las simulaciones no son infalibles. Cuando me encontré frente al cadáver de mi tía se derrumbaron todas mis máscaras. No estoy segura si fue el momento solemne o más bien un cúmulo de circunstancias que se juntaron ese día: con su muerte se generó la definitiva enemistad con mi primo, no recuerdo haberle vuelto a hablar bien desde entonces. Ese día también llegué a pensar que quizá, con los ánimos en compasión y empatía podría reconciliarme con la tía que no me hablaba desde que decidí vivir sola, pero no sucedió, yo tampoco hice el esfuerzo y me seguí refugiando en el “hacer de cuenta que” y dejar que las cosas pasaran.
Más allá de mis revelaciones, en el funeral, como en las misas y los rosarios, regresaba la cantaleta del sacerdote con eso de la vida eterna. Lejos de haberme enojado por las patrañas, lo pasé por alto. Y después pensé que tal vez todo aquello era inofensivo y que incluso había quienes se refugiaban en esas creencias para llevar a cabo sus propias simulaciones. Las personas necesitan creen en cosas que les permitan sentirse bien, generan comportamientos, se compran argumentos y los adaptan a sus líneas de vida, nada más para estar a gusto en este mundo horroroso. Al final todos somos amantes de las simulaciones, sólo cambia la manera en que nos relacionamos con ellas, los detalles que las definen o hacen que existan.
Se enterró el cadáver con el ritual esperado, con lágrimas y palabras que lo único que hacían era confirmar el sangrar y el dolerse y el arrepentirse como regla única, como el espíritu del momento. Yo hubiera preferido el silencio. Mi mamá comenzó a delinear ahí mismo su propio simulacro: “¿Qué voy a hacer sin mi viejita?”, dijo. Pero yo sabía, como algunos más, que en vida se la pasaban peleando. Supongo que la muerte, el sermón, las flores y los rezos son elementos que en conjunto se alinearon a la perfección para simular. O tal vez me equivoco y la muerte es lo que nos hace despertar, quizá ese instante preciso es capaz de tumbar todos los simulacros previos sin sentirlo siquiera.
Me tomó años salirme de lo inevitable que sucede ante la falta de una persona: pensar en ella como si siguiera viva, revisar sus espacios cotidianos a la espera de hallarla hasta entender que eso no va a suceder ya. Lo que no me ha sucedido, creo, es verla en sueños. Quizá porque en el fondo no puedo hacer a un lado que fui una cobarde que no se quedó ahí cuidando sus últimos días, en vela, sin estar de cara con la agonía, la angustia de presenciar la muerte paulatina. Me fui porque quise y decidí no estar. De cualquier modo, quería retomar el tema, decir algo sobre ese suceso. Me da pena no saber siquiera el día exacto en que murió, y me pregunto si estuve bloqueándolo (como la mente bloquea episodios traumáticos) o si nada más soy egoísta y no me importa. Entiendo perfectamente lo padecido, aunque yo misma me haya hecho a un lado. Paradójicamente también sé que ese tipo de dolor por la pérdida, el llorar inconsolable como nunca, el decir tantas y tantas cosas al muerto que no se dijeron en vida, son otra cara del simulacro que sirve para pasar el momento.
A manera de cierre quiero decir que hace algunos años mi más fuerte simulacro seguía siendo aparentar algo para aquellos que me aman, para no lastimarlos con lo que soy, más o menos como hice con mi tía, a quien nunca le dije que no creía en Dios y le seguí aceptando los regalos de rosarios y cadenas con virgencitas. Me ha costado, pero cada vez me entrego más a la verdad y al compromiso de responder por lo que escribo porque me define y me libera de las máscaras. Poco a poco he aprendido a no ocultarme de más en las simulaciones, porque esto es lo que soy. He aprendido que callar, guardar y conservar no es sembrar frutos en silencio sino irse consumiendo. Hace unos meses escuché una conferencia de Vivian Gornick, y me atreví a preguntarle qué podría recomendarme para escribir sin reservas, para quitarme el miedo de herir a quien me leyera. Vivian, con su maravilloso humor e ironía hasta se burló de mí: “Si no te atreves, yo qué te puedo decir, ésta no es una pregunta legítima para una escritora”. También dijo que nadie podía decirle a alguien más en dónde hallar el coraje para escribir lo que atemoriza y que cada quien debe resolverlo por sí mismo.
Es una lucha constante la de jugar al simulacro o decidir traspasarlo. Aunque a veces lo parezca, no pretendo declarar que mi corazón es de hielo. Sí recuerdo cosas que me conmueven, lloro como Rosario Castellanos por asuntos nimios e intrascendentales. Sí me duelen las cosas, quizá no las mismas que a todos, y el simulacro sigue siendo un método de escape, que espero ir derrumbando poco a poco, sin pena, sin remordimientos.