Desde niño le iba al Cruz Azul. Era el equipo de los chamacos del barrio Romita, prácticamente todos le iban. Los de la unidad 26, los del 18, y claro, los del 15, de donde soy, salvo uno que otro perdido americanista, todos éramos cruzazulinos.
Desde entonces nunca los vimos campeones. No recuerdo haber ido una sola vez al estadio en mi niñez y mucho menos haber festejado un título. Ser del Cruz Azul era anecdótico pero a la vez emocionante porque siempre hablábamos de los jugadores que queríamos ser cuando ‘echábamos las retas’; así avanzaron los años, las épocas escolares y, tanto en la memoria como en las conversaciones, ya permanecían nombres como el de ‘Chelito’ Delgado, el ‘Conejo’ Pérez, Gerardo Torrado, más llegarían tarde Emmanuel Villa, el ‘Chaco’ Jiménez o Joel Adrán Huiqui Andrade.
Era mi época preparatoriana y para entonces ya tenía mi cartera, mi taza, mis cuadernos, mi mochila y hasta unas pantuflas. Mis amigos igual, incluso mi mejor amigo jugó en las fuerzas básicas de la máquina en Oaxaca, y aun así, no recordamos haberlos visto campeones.
Para entonces ya habían pasado finales decepcionantes como la disputada contra Pachuca en 1999 pero todavía faltaban otras decepciones como la de Santos, en 2008; la de Toluca en el mismo año, pero faltaban las más duras. La de Monterrey en 2009 donde las esperanzas llegaron a la Ciudad Deportiva con el gol de Alejandro Castro, pero se desvanecieron cuando Aldo de Negris y el ‘Chupete’ Suazo dejaron el marcador final 4-3 a favor de los rayados.
Pero nada dolería más que la final de 2013. La máquina se adelantó con un gol en su anterior casa y llegó al Azteca con tantas esperanzas como ganas para romper su maldición cuasi autoimpuesta con el gol de Teófilo Gutiérrez al minuto 20. Ya todo estaba puesto para que la afición gritásemos “¡campeón celeste!”.
Pero llegaron los últimos minutos. Los más largos que recuerdo como aficionado cuando Aquivaldo Mosquera al minuto 88 metió su tanto, pero nada fue tan doloroso como cuando Moisés Muñoz, su legendario portero, empató el marcador en tiempo de compensación con un cabezazo que cimbró los cimientos del coloso de Santa Úrsula.
Los cementeros quedamos mudos, tiesos, petrificados. La medusa del subcampeonato nos veía pero su mirada se volvió fijo sobre la máquina y sus seguidores cuando en penales las águilas mataron toda esperanza de olvidar la palabra ‘cruzazulear’ como sinónimo de segundo lugar, de mediocridad, de ‘ya merito’, de mexicanidad.
Desde entonces, la sombra de la burla llegó a varios de nosotros, su afición. Muchos tiramos nuestras cosas; en mi caso, incluso lo negué y empecé a decirle a mis conocidos que le iba a las Chivas, aunque muchos dirán que esa ofensa es una alta traición pues nadie que se respete deja a su equipo, no me importó, yo era el despecho futbolero encarnado y muchas veces negué a mi equipo.
Sin embargo, en cada liguilla había una pequeña esperanza de volver a creer (mexicano al fin) pero siempre llegaba un torneo para decir “otra vez la cruzazulearon”. Así llegó la final de 2018 y nos volvimos clientes del nido de Coapa, lo que aumentaba cada vez más el escepticismo al igual que las burlas y la negativa asumida desde las palabras “yo no le voy a nadie”.
Y esta final no fue la excepción. Llegó la liguilla, la semifinal y luego la final. Me volví a ilusionar, como cuando vez a tu primer gran amor y se encuentra más guapa que cuando terminaron, pero siempre con muchas reservas. Vi el de ida de forma discreta y dije “bueno, vamos por el de vuelta sin esperar mucho, no podemos permitírnoslo” y así lo hice.
Pero conforme avanzaban los minutos volví a creer, las frituras no me eran suficientes para eliminar los nervios lo cuales aumentaron con el zurdazo de Diego Valdés al minuto 36 que volvió a corroer esperanzas… otra vez. Ardió, dolió y la nube gris de la duda entró por mis ojos y se filtró por mi torrente futbolero. “Ya la cruzazuelaron de nuevo”, dije gritando.
Pero seguí viendo, como si se tratara de una manda con destino a la Basílica. Me mantuve expectante al segundo tiempo y Jonathan Rodríguez nos dio esperanza al minuto 51. Propios y extraños queríamos que terminara el partido en ese momento pero todavía faltaban 40 minutos, los más lentos.
Casi terminando parecía repetirse el 2013 cuando Carlos Acevedo, el portero lagunero, se acercó al marco de ‘Chuy’ Corona. Su cara se transformaba en la del guardameta de las águilas de 2013 y todos en casa nos mordíamos las uñas, los dedos, incluso los perros. Ya queríamos que acabara sin sorpresas y dar por finiquitada esa carga de 23 años sin acariciar el trofeo de la liga.
Y así ocurrió. Grité y hasta mi perro andaba acompañaba de ladridos mi emoción. Mi mejor amigo y yo nos fuimos al Ángel, lugar donde se expurgan demonios y se restauran ilusiones. La gente se veía feliz, lo estábamos. Olvidamos por un momento que ya era lunes, que en cuestión de horas varios trabajaríamos, e incluso, dejamos de lado la pandemia. Todo eran cantos, bailes, espuma, banderas, eso era parte del panorama y nada importaba más.
Dejamos el monumento, como nuestras derrotas; es lo bonito del futbol, que cura, que perdona, algo poco entendido, todavía menos explicable, pero realmente sensible. Ahí se quedaron nuestras gargantas, nuestras emociones y, sobre todo, el concepto ‘cruzazulear’ pues, a partir de hoy, dejaré de usar esa palabra para referirme al segundo lugar de algo… total ya encontraremos otra.