Soy lectora de Haruki Murakami desde hace varios años. Hay libros suyos muy significativos y entrañables en mi historia personal. Hay otros que no lograron apantallarme. Llegué a él con juventud y nada de expectativas, y me enganchó sin dificultad. Muchos tildan a Murakami de escritor pop y bestseller —y que por supuesto no se merece el Premio Nobel—. Es verdad que tiene muchas características para que lo consideren de esta manera: se lee rápido, las historias suelen ser sencillas, publica seguido, quizá muy seguido, y cada libro es un éxito seguro, al menos lo es de distribución y presencia en todos lados. Pero su obra tiene también muchos rasgos que lo hacen un escritor más allá de lo simplemente “comercial”.
De mis favoritos: Kafka en la orilla, Tokio blues y 1Q84; también De qué hablo cuando hablo de escribir, que es ensayístico, veta que trabaja muy muy bien. Los que no me han parecido malos pero tampoco geniales: Hombres sin mujeres, Afterdark, Sputnik, mi amor, Al sur de la frontera, al oeste del sol.
Para mi mala fortuna me agarré en los últimos años a leer varios que no me llenaron y a los que les faltó un montón para cerrar; me refiero a Los años de peregrinación del chico sin color, Baila, baila, baila y Después del terremoto. En estos me quedé con una suerte de desasosiego, de no saber qué pasó al final. En Después del terremoto sólo me pasó eso con la mitad de los cuentos y comenzó a desesperarme esa sensación de que la narración no terminó. Pero los otros cuentos son tan buenos que se me quedaron en la cabeza.
Como escritor hay que reconocerle el talento, pero sobre todo la disciplina. En su ensayo De qué hablo cuando hablo de escribir revela algunos trucos y maneras de hacer que su oficio le funcione a la perfección. Él hace sus novelas con un plan en la cabeza, escribe mucho todos los días y sabe a dónde quiere a llegar. Le dedica tiempo diario a la escritura (al igual que a correr, otra de sus pasiones igualmente disciplinadas) y nos enseña que de nada sirve el talento cuando falta un objetivo claro.
En este aspecto me recuerda a Carlos Fuentes. En algún momento del 2010 asistí a una conferencia en la cual compartió algunos de sus métodos para la creación. Tanto Fuentes como Murakami coinciden en la importancia de destinar un tiempo considerable de su día a la escritura. También están de acuerdo en la convicción de que, aunque el camino vaya a tener tropiezos, el destino debe ser bastante claro.
Murakami sabe lo que hace; a lo largo de los años se ha dedicado a perfeccionar el oficio y ha logrado cosas sorprendentes. Sabe cómo contar las cosas, es sencillo al narrar, pero no es simple; sabe exactamente qué detalles debe mostrar para hacer que sus personajes sean entrañables y asibles. Tiene un talento enorme para crear un lector empático; da igual que la historia se trate de un japonés de 18 años y el lector sea una señora mexicana de 50; Murakami sabe meter al lector y termina cayendo y haciendo este pacto de credibilidad sin problemas frente a las cosas más extrañas.
Cuando leí Kafka en la orilla me pareció que estaba leyendo una obra digna del realismo mágico. El mismo espíritu está en 1Q84 y por lo que sé es característico también de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas. Sé perfectamente que no cabe hablar de realismo mágico a estas alturas de la vida, pero en esa primera lectura adolescente así me lo pareció, y sentí de verdad el ímpetu de lo real maravilloso inmerso en gatos que hablan y lunas dobles, mientras el lector acepta sin ninguna duda que todo aquello existe y es hermoso y convincente.
Me sigue desagradando que tenga ese problema para cerrar, o quizá soy yo la que no puede quedarse en paz con finales tan abiertos, la que no puede con no entender qué pasó al final, la que se enoja porque quizá no leyó con suficiente atención. Murakami no maneja el efecto Vargas Llosa en el que en los últimos capítulos da la vuelta a todo lo que te había hecho creer y las piezas caen maravillosamente. Murakami deja al lector en pausa y le abre la puerta para que él mismo la cierre a su mejor conveniencia. Después de hojas y hojas de historias buenas llegar a esos finales me causa desasosiego. Creo en los finales abiertos, no creo en los finales sin final.
A la fecha tengo varios libros de Murakami en la fila de las lecturas, libros que he comprado por fidelidad y en los que espero hallar la chispa de las novelas que me tenían entrada sin poderlo soltar. Le daré la oportunidad pronto a La crónica del pájaro que da vuelta al mundo y a La caza del carnero salvaje, que creo se conecta un poco con Baila, baila, baila. También tengo por ahí pendiente La muerte del comendador. Compré también hace poco el volumen que incluye sus dos primeras novelas antes del éxito de Tokio blues: Escucha la canción del viento y Pinball 1973.
¿Vale la pena leer a Murakami? Es muy disfrutable su literatura y darle una oportunidad no es una pérdida de tiempo. Tiene claroscuros, por supuesto. No toda su obra es maravillosa. No soy quién para decir que se tenga que leer sí o sí, pero considero que lo que hace es de calidad y sobre todo no es un señor presumido que busque apantallar, sino que su escritura es auténtica. Para mí esto una muy buena señal para entrarle a su obra.