En mi corta carrera como escritora el asunto del freno o del pudor ha estado presente desde el inicio. Cuando estaba revisando las pruebas de mi primer libro, Quién vive, publicado en 2012, decidí sacar un poema en ese momento porque sabía que era un poema muy duro y demasiado personal, y yo tenía miedo del efecto negativo que tendría en mi familia cuando lo leyeran.
A lo largo de los últimos años he seguido luchando con ese freno autoimpuesto. Y creo que hubo dos hechos que me empujaron a soltarme. El primero fue en una entrevista que le hicieron a Héctor Manjarrez por la salida de su libro de cuentos Los niños están locos. Luego de decir que varios relatos y personajes estaban inspirados en personas reales, familia o amigos, el entrevistador preguntó (palabras más, palabras menos) si se había puesto a pensar en lo que pensarían o sentirían esas personas al verse en el libro. Entonces Héctor respondió que eso ya no importaba pues todos ya estaban muertos.
En algún momento de 2017 decidí que quería escribir sobre mi familia y sobre los silencios y las cosas que no se dicen fácilmente, de los dolores, de las pérdidas, de las muertes. Y tenía mucho entusiasmo, pero también miedo, porque justamente pensé en las consecuencias y en lo complicado que podría ser hablar sin freno de aquellas cosas complicadas.
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Luego (y aquí viene el hecho número dos), en un evento virtual que vi en el encierro por pandemia pude dejar una pregunta para Vivian Gornick; yo quería saber cómo le hacía para ser tan franca y abordar temas difíciles, en especial en lo concerniente a su relación con su madre, cómo hacía para ser tan libre al respecto. Yo, que me ahogaba de ganas, pero también de miedo. Y Vivian Gornick no sólo me respondió, sino que me regañó, porque si uno quiere en verdad escribir tiene que hacerlo a pesar de todo, sin pensar en las personas, porque si uno se detiene por eso no puede declararse escritor.
Con la publicación de La espera y la memoria he encontrado que muchas personas que lo han leído terminan sorprendidas o conmovidas por la desnudez y la apertura que hago hacia un terreno tan íntimo de mí misma; ha habido gente que incluso me ha preguntado precisamente por la dificultad de entrar en esos temas. Ahora ya puedo contestar que el compromiso del escritor con la literatura y con su creación debe ir antes que todo y que ese compromiso es personal y responde a una necesidad que no puede ser opacada o detenida por personas que están afuera de uno mismo. En La espera y la memoria logré incluir ese poema que saqué de Quién vive. Y sigue siendo un poema difícil, pero ya no quería dejarlo guardado en el cajón.
Tengo ahora muy claro el peso del compromiso que tengo conmigo y con mi manera de escribir, con lo que quiero escribir, de la forma que así lo deseo. Cuando uno gana años también gana perspectiva sobre un montón de cosas y se da cuenta de que ya no queda mucho tiempo para ciertos asuntos. Además, hay un montón de situaciones que de por sí están fuera de nuestro control, más nos vale concentrarnos en controlar aquéllas que sí son posibles.