Pasan los años y la madurez —o la misma vida— siguen dando sus golpes. Uno cree que ya pasó por más o menos todo o que el golpe que viene será bien librado porque ya se tienen “las herramientas”. O cree que hay cosas tan afianzadas y seguras que no merecen atención especial (o más allá de la usual) porque su naturaleza inamovible indica que siempre van a estar. Y no. Nada está libre de derrumbes.
Escribo esto desde un bonito día del amor y la amistad. Escribo porque reflexiono sobre las amistades y la fragilidad. No sé cuántas amigas he perdido a lo largo de la vida, de esas que parecían estar ahí para quedarse. Pero no. Muchas veces no es su culpa, es decir, no me hicieron nada. Y fui yo la que puso una pausa por incomodidad y eso, que parecía inocente, se convirtió en ruptura.
Soy una persona que pone límites. Sí lo soy. Los límites me han llevado a alejarme de muchas personas (familia incluso) porque de pronto las cosas no se sienten bien, porque hay dinámicas raras, porque duele, porque hay cansancio. Spoiler alert: lo incondicional no se me da. No soy la persona que le dirá a alguien: “Estoy aquí para lo que necesites”. Y no lo hago porque respeto el peso de las palabras y trato de no decir cosas que implican un compromiso que no voy a tener. No soy incondicional porque para ser así uno mismo debe permanecer en segundo lugar (las madres son incondicionales con sus hijos, por ejemplo, y suelen poner a sus hijos antes que nada ni nadie). No soy incondicional porque me pongo en primer lugar.
Hay mucho de incondicional en las relaciones. Pero también hay declaraciones territoriales, por llamarlo de alguna manera: decidir hasta dónde sí y hasta dónde no, y manifestarlo. El balance y las líneas es algo bastante compleja. La amistad debería ser lo más incondicional, o eso he observado, y funciona. Para mis amigas todo, sin reservas, con riesgos y entregas. Entonces, si no cumplo con la actitud esperada, fallo. Y sé que fallo, pero llega un punto en que digo ya, no pasa nada, estoy viendo por mí primero y eso es sano y está bien.
A menos de que no lo esté. Porque cada vez que pierdo a una amiga es porque yo soy la prioridad. Y de esta manera he perdido varias. No soy incondicional, pero soy alguien que piensa. Alguien que la pasa rumiando la idea y la acción, alguien que reflexiona y se cuestiona. No sé muy bien para qué si al final soy la persona egoísta que no ve más allá de sus deseos y que pone límites por ellos. ¿Se puede ser amiga de alguien así? Probablemente no, y me merezco la alienación y la soledad. No dejo de pensarlo, de hundirme de nueva cuenta en la realidad de estar perdiendo a las pocas amistades que he cosechado (y aunque no parezca, a las que me he dedicado con tiempo, espacio, acompañamiento, consejo y mil cosas que importan). Nada es inamovible.
Perder amistades es una suerte de duelo. Leí por ahí en Facebook el otro día algo sobre la importancia de conservar, es decir, que se nos dice constantemente que debemos aprender a soltar, pero no se nos impulsa a reparar, sostener, cuidar, y quizá debamos invertir más tiempo en la restauración en lugar de pensar en salir huyendo. Lo entiendo perfectamente y lo apruebo. La cosa es: qué hace uno cuando ya pasó por varios intentos de reparación sin resultados y cada desavenencia duele demasiado. A veces uno tiene que poner punto final y soltar y pasar el duelo.
A veces no es sólo tratar de arreglar, porque también de eso me he cansado (y quizá el cansancio sea un tema complejo a tratar de forma individual en otro momento). Me canso de hacer la lucha por arreglar cuando siento que no me toca, y entonces mejor me concentro en pasar a alejarme y aceptar la pérdida. Al final todo es pérdida. Reitero: nada está libre de derrumbes.