Indiferentes, apáticos, paranoicos, incapaces de hacer equipo, de seguir las reglas; todo eso ha desaparecido desde el terremoto del pasado 19 de septiembre. Los capitalinos, otra vez ante una tragedia, se volvieron una gigantesca colonia de hormigas cuyo único objetivo era rescatar al desconocido, al anónimo, al chilango.
La fuerza de la naturaleza no pudo con la fuerza mexicana, esa que permanece dormida cuando se trata de reclamar sus derechos o de recordar sus tropiezos, pero que despierta cuando se trata de ayudar, de ser solidarios, de enfrentar las adversidades codo a codo con el criticado, el señalado, el mal mirado.
Esta adversidad no hizo más que demostrar la grandeza de ese pueblo que se levanta las veces que sea necesario. Aquí no hubo luchas aisladas, individualidades sectarias, minorías oprimidas, ni clases privilegiadas. El sufijo “ismo” se derrumbó entre las más de 40 zonas afectadas, se volvió escombro de una sociedad que se reconstruye, afianza y encuentra entre sus diferencias, tan invisibles como palpables y profundas.
La ciudad descansó de su clasismo, racismo, machismo, autoritarismo e individualismo y mutó en un “comunismo”. En Mercedes, a pie, en motos o bicicletas, el ciudadano promedio no esperó a que el gobierno resolviera su tragedia, y fueron sus manos las que acarrearon piedras y sacaron de entre las ruinas a los atrapados por los colosos de concreto y varilla.
Como epidemia, la necesidad de ayudar se contagió entre jóvenes y generaciones que ya habían pasado por esto en 1985. Niños, señoras, maestros, soldados, policías, vecinos, profesionales e improvisados, conquistaron sus calles para levantar las rocas, llevar víveres, acarrear cubetas, cargar heridos.
En el mar de las redes, en el que opiniones y posturas parecen incapaces de comulgar, no hubo comentario alguno que no estuviera dirigido a mostrar solidaridad, deseos de ayudar y hacer frente a lo que nos golpea y recuerda la vulnerabilidad que sufrimos en nuestra tierra.
Las calles lucían solitarias, pero no por miedo, sino por valor. Cada esquina cercana a las zonas afectadas hacía remembranza a la obra maestra del cineasta David Fincher, en la que los clubes se formaban para hacer pelear a sus agremiados. Aquí también se formaban clubes, pero para organizarse, formar brigadas y contribuir con lo que hiciera falta, aunque sobrara.
El ruido desapareció de su zona habitual para trasladarlo a los sonidos de aquellos lugares donde se llevaron tortas, se prestaron palas, forraron cajas; salvaron vidas y aplaudieron por ellas.
Necesitábamos una tragedia que nos uniera para ir todos por un objetivo en común: reconstruir nuestra ciudad, probablemente nuestro país. Y es que el terremoto no nos hundió, nos levantó de entre las ruinas que nos enterraron desde hace más de 500 años, esas que nos hace parecer tan distantes y solitarios unos de los otros, pero que sin duda, en ocasiones como ésta, nos remite a aquello que sí somos y que constantemente olvidamos: mexicanos.
La naturaleza no sólo mostró la fragilidad de nuestra capital, sino la necesidad de ajustar los controles para edificar construcciones, porque aquellos que parecían invencible ante los temblores, se volvieron a caer con el sismo de 7.1 grados que sacudió la ciudad, coincidentemente 32 años después de aquella mañana de 1985 en la que nuestros padres y abuelos creyeron que era el final de sus días.
Enfrentamos la desgracia de pie, con heroísmo y sin protagonismo, sin la hipocresía de la partidocracia ni de las instituciones coludidas con la clase política. Porque aquí, en la Ciudad de México, el desastre no derribó paredes, levantó fraternidades, que quizá formen una nueva sociedad, con nuevos errores, pero sin los lastres del pasado.