Si me pidieran nombrar algún lugar o sitio donde puedo ser feliz, escogería una biblioteca. Jorge Luis Borges expresó que siempre imaginó el paraíso como una biblioteca gigante. Para mí, que asocio un edén con lo infinito, de manera personal, puedo expresar que no hay calificativo más acertado para estos recintos.
Por su condición y naturaleza, las bibliotecas se revelan como espacios donde los límites no existen, pues su objetivo es albergar el único instrumento que el hombre ha ideado como una extensión de su mente: los libros. Bloques de papel que resguardan las ideas, emociones y reflexiones de sus autores, que a pesar de permanecer estáticas, son capaces de reinventarse con cada lectura y generar nuevas apreciaciones en cada lector que se acerque a ellas.
En toda travesía, visitar una biblioteca es uno de los elementos clave que debo realizar, ya que me llenan de paz y me maravilla conocer a los lectores que forman parte de su interior. Y una de las que más afortunado me he sentido de conocer es la Biblioteca Nacional de la República de Argentina Mario Moreno.
La idea comenzó tras detenerme a preguntarle una dirección a un vendedor de diarios en Buenos Aires. Después de indicar que no identificaba el lugar, con su acento porteño me dijo “¿Pero de dónde sos vos? No eres de Colombia, ¿verdad?”. Pronto nos sumimos en una conversación sobre cómo era visto México desde Argentina y me interrogó sobre el libro que llevaba bajo el brazo, Los días de la noche de Silvina Ocampo.
“Parece que vos sos un animal lector, debes ir a la Mario Moreno.” Me indicó a través de un mapa que tenía la calle de la biblioteca y me dijo que después de diez manzanas llegaría a ella, nuestro dialogo terminó con la frase “no necesitas más, la reconocerás al instante”. La sentencia me resultó divertida a razón que la Mario Moreno se alza sobre el nivel del piso y la edificación puede observarse a varios metros de distancia.
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La primera sorpresa que encontré fue que para ingresar a ella se debe atravesar la pequeña plaza Rayuela. Una explanada que en su entrada alberga una cabina telefónica de procedencia parisina y que representa un homenaje a Julio Cortázar. En los días que estuve en Buenos Aires, una serie de carteles con retratos hechos a base de objetos de diversos autores literarios decoraban el lugar; frases de Poe, Proust, Cortázar, Paz y García Márquez podían leerse en cada uno de ellos. Jamás he sido un fan de García Márquez, pero la frase que leí me dejó helado y ha sido una de mis filosofías de vida hasta estos días, es un pequeño fragmento de El amor en los tiempos de cólera que dice:
“… lo asusto la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites”.
Una vez terminado mí recorrido por el parque, me dirigí a la entrada del edificio, no sin antes encontrarme con un viejo conocido, – al menos en forma de estatua- era Alfonso Reyes, reconocido hombre de letras mexicano y primer embajador de México ante Argentina. Reyes es de mis escritores favoritos y uno de los mexicanos que consideró más ha encarnado la noción de lo universal; la estatua es un afortunado halago de los argentinos para ese personaje.
Al ingresar al interior de la Mario Moreno más cosas respecto a México se encontraban en el recinto: una exposición dedicada al 80° Aniversario del Fondo de Cultura Económica, reconocida editorial e institución cultural mexicana que se ha dedicado desde su creación a la divulgación de múltiples textos de historia y economía, así como a la promoción de literatura universal, mexicana y latinoamericana, que en su décimo aniversario de existencia, inició un proceso de expansión para instalarse en la región, donde escogió a Argentina como la primera nación de Sudamérica para crear su primera filial en el extranjero.
Sin embargo, lo que más me hipnotizo fue una muestra de múltiples ejemplares de las primeras publicaciones de la editorial, siempre he sido un poco fetichista respecto a los libros y ver primeras ediciones de Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo y Carlos Fuentes me dejó como un bobo por varios minutos.
No obstante, quería conocer a los lectores de la Mario Moreno y solo los encontraría en la sala de lectura. Al entrar vi a cientos de estudiantes argentinos, la mayoría de ellos provenientes de la Universidad de Buenos Aires, que en sus gestos y actos evidenciaban la alegría y condición de la vida universitaria. Me sentía feliz de verlos reír, tomar apuntes, sacar notas para sus tareas o labores académicas.
En un segundo me vi a mí mismo sentado, realizando la misma actividad durante mi paso en la universidad. Recordé que yo también tengo mi propia biblioteca, aquella donde he descubierto a mis autores favoritos y donde mi curiosidad ha encontrado saciedad: la Biblioteca José Vasconcelos, a la que le debo un texto como este y que pronto escribiré.
Pronto llamó mi atención unas pequeñas cajas de colores que llevaban varios chicos. Al acercarse les interrogué sobre qué contenían y me expresaron que eran cajetillas de cigarros recicladas con ediciones conmemorativas de los 200 años de la biblioteca. En ellas había miniaturas de libros de Borges, Roberto Artl, David Viñas, César Aira, Fogwill y Alfonsina Storni. Además de pensadores y representantes del pensamiento político latinoamericano como Simón Bolívar, José de San Martín, José Artigas y Luis Perú de Lacroix. La idea me pareció fascinante y los chicos me señalaron una vieja máquina expendedora donde había que meter una moneda para obtener los libros. Vacíe mis bolsillos y compré todos.
Después, observé el reloj, empezaba a anochecer y debía regresar a mi hostal. Las calles de Buenos Aires me esperaban, las mismas calles que Borges, Piglia, Ocampo y Pizarnik habían amado.
Salí de la Mario Moreno y el aire invernal de Buenos Aires me pegó en la cara. De repente, pensé en García Márquez y me dije a mí mismo: tiene razón el viejo ‘Gabo’, la vida, no tiene límites.
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