Diciembre de 2011. Me encontraba en el penúltimo semestre de la licenciatura y realizaba mi servicio social en una Secretaría de Estado ubicada frente a la Alameda Central, entre las calles Juárez e Independencia del Centro Histórico. En esos días, mi ánimo era extraño, daba los últimos pasos en mi formación universitaria y eso me emocionaba a la par que me causaba un tremendo desconsuelo al saber que esa etapa de mi vida finalizaría, así como todos los retos de la madurez que implicaba abandonar la escuela e incorporarme a las filas de los profesionistas de México.
Sin embargo, este texto no abordará los temores del joven universitario que una vez fui, sino una serie de días en las que fui profundamente feliz al vagar por las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México.
Todo empezó a inicios del mes de diciembre del año citado, cuando las oficinas donde realizaba mi servicio social se vaciaron de todo el personal que normalmente ocupaba sus pasillos y el ritmo de trabajo desaceleró de forma sorprendente. Bastó el cambio del 30 de noviembre al 1 de diciembre para que aquel espacio laboral entrara en letargo. No había ningún compromiso que cumplir, nada que entregar, nada por finalizar. Solamente había que asistir a cuidar las instalaciones de las oficinas y encontrar una forma de perder el tiempo; de forma astuta, la mayor parte de los Godínez ocupan esos meses para abandonar su prisión y salir de vacaciones. Por lo que las oficinas de gobierno terminan por transformarse en una especie de “edificio fantasma”.
En esos días iba por el cuarto mes de mi servicio social. Tenía que cumplir 480 horas que eran medidas de forma milimétrica por un lector de dedo colocado en la entrada de ese edificio de gobierno que, cabe destacar, sólo contaba horas completas, por lo que debíamos esperar siempre más de cuatro horas para cumplir nuestra cuota diaria de trabajo. Esta situación contrastó con el tiempo que ocupaba en ese mes para cumplir con el trabajo asignado por mi jefa directa que, al no tener nada que hacer incluso para ella, me ponía pequeñas tareas que a lo mucho terminaba en una hora. Después de eso, ella me veía con desconsuelo, ¡no tenía ninguna otra tarea para mí! Y después de tres días, al terminar las labores que me había asignado tajantemente y con una sonrisa en el rostro, me dijo “puedes irte ya a casa”.
Sorprendido, tome mis cosas y baje a la recepción. Al estar frente al medidor de tiempo donde tendría que poner la huella de mi pulgar, miré el reloj. Sólo había pasado una hora y veinte minutos desde mí llegada. Si en ese momento marcaba mi salida, el lector registraría sólo una hora de trabajo. No había venido de tan lejos sólo por eso, ante lo cual se me ocurrió una idea: salir a caminar, ir a pasear, y después regresar a marcar mi salida una vez que hubieran pasado las cuatro horas.
Así empezó todo. Y ese día fui directamente a la librería del Sótano y compre una novela que desde hace meses quería leer. Para los que conozcan este lugar, sabrán que enfrente hay una banca donde me senté con mi libro recién adquirido. Devoré cientos de hojas, y cada diez o cinco, levantaba la vista para observar la gente que caminaba por avenida Juárez. En un punto a lo lejos vi a una joven, aproximadamente de mi edad, que avanzaba por la calle con una cámara Nikon con la que fotografiaba cientos de aspectos de esa mañana urbana.
Me causó simpatía y la observé durante unos segundos para luego continuar con mi lectura. Minutos después, alcé la vista y noté que me enfocaba con su cámara. Al verla directamente me sonrojé y ella me dijo: “no, no, actúa natural”, después me regaló una sonrisa, mientras, con un gesto de su cara, me indicaba que deseaba tomarme una foto mientras leía. Con mucha pena intenté leer como lo había hecho hasta ese momento, pero creo que la pobre chica no logró la toma que en un inicio ella deseaba. Después de tomarme varias fotos, conversó conmigo por unos minutos y me enseñó sus mejores tomas, luego continuó con su viaje.
Al momento que se fue, sentí una alegría extraña. Jamás me había pasado nada así y había sido una experiencia gratificante. Las calles guardan muchas posibilidades curiosas y afortunadas que terminan por dibujar una sonrisa en nuestro rostro, y ese evento, era una de ellas. La primera que viviría en ese mes. Después de un par de horas de leer, decidí entrar a la exposición permanente de murales del Palacio de Bellas Artes, que he visto cientos de veces, pero en la que percibí podría perder el tiempo. Después me senté en la plancha frente al palacio y me dediqué a observar a la gente, cuando de repente miré mi reloj, “¡caramba! Han pasado seis horas desde que marqué mi entrada, será mejor que regresé para mi salida”.
Desde esa vivencia, todos los días de diciembre serían así: a lo máximo una hora y media de servicio social y cinco o seis horas dedicadas a vagar por las calles del Centro Histórico. He perdido la cuenta de las veces que lo recorrí, pero quedan en mi memoria varias cosas que realicé: conocer la casa del cine en la calle de Uruguay, donde vi la película “El árbol de la vida”, de Terrence Malick; entrar al bar “La Opera” para observar el famoso balazo que Pancho Villa dio al techo durante la Revolución Mexicana; encontrar la tabaquería “El paraíso del fumador”, donde venden el mejor tabaco de Veracruz que he conocido; entrar a la cantina el “Gallo de Oro”, la más vieja del centro y probar su buffet de comida mexicana; escuchar conciertos de Blues o ver exposiciones de arte urbano en el Centro Cultural José Martí; quedarme a leer por horas en las bancas de la Catedral metropolitana, que por las mañanas está completamente vacía, y en la que ronda una paz y tranquilidad avasallantes; tomar el tremendo café turco del café Sheik; visitar las librerías de Donceles; platicar con camareros, vendedores de revistas, o los libreros del Callejón Condesa.
Pero lo que más me fascinaba era observar a la gente que formaba parte de la vida diaria de las calles del Centro Histórico. Tuve tres sitios para eso: la plancha del palacio de Bellas Artes; una banca de acero de estilo surrealista, del callejón Condesa, y las vistas hacia la acera de varios pequeños cafés a los que entraba para pedir lo más barato de la carta con el pretexto de poderme quedar ahí un par de horas.
Me encantaba ver a los ancianos caminar, a los típicos Godínez atareados con su corbata o vestido que avanzaban a toda velocidad, a las parejas que podían ir abrazadas o se paraban a media calle para iniciar una discusión. A todas ellas, que desfilaban frente a mis ojos y probablemente nunca más vuelva a ver en la vida, me gustaba inventarles historias. Pensar cómo había sido su vida, imaginar sus más grandes miedos o aquello que era lo más valioso para sí mismos.
Mi itinerancia por el Centro Histórico, en el mes de diciembre, debió durar unas veinte jornadas llenas de conversaciones geniales, sabores y olores que probé, los cuales jamás olvidaré. De esos días aprendí tres cosas sobre esa zona de la ciudad y sobre mí:
1) Que las calles están vivas. Llenas de posibilidades para vivir un momento fugaz pero sumamente agradable. Y es precisamente cuando nos topamos frente a uno de estos eventos tan cotidianos, pero llenos de magia, que deseamos con el corazón estar con alguien más para compartir esa dicha; sin embargo, estamos solos. A pesar que he relatado cientos de veces anécdotas de esos días a mis amigos y familiares, no puedo evitar entristecerme al ver cómo los demás no pueden entenderlas en la forma que yo las viví. Hay eventos que nos acontecen que brillan por su seducción cotidiana y que solamente nos pertenecen a nosotros.
2) Que me gustaba observar a los transeúntes, y a veces escuchar sus conversaciones, porque algo me hacía sentir que el Centro Histórico, esa parte principal y más antigua de la Ciudad de México, quería decirme o trataba de decirme algo que aún no logro entender. De ahí que recorriera sin cansancio sus calles, observara a las personas que desfilaban por sus avenidas y conversara con las personas que habitaban ese espacio todo los días.
3) Que a pesar de que en esos días no lo sabía, fui muy feliz al caminar solo por esas calles. Imaginar historias y ver la belleza de la zona más antigua de la ciudad. Y que todos esos momentos y anécdotas son el material para algo que quiero escribir a futuro. De hecho, estas líneas no son más que un pequeño ensayo para el relato que planeo escribir sobre esos días.
Después del seis de enero esa dinámica se acabó. La ciudad se inundó de gente. La oficina de trabajo y no pude volver a realizar esas jornadas de caminatas por el centro. No obstante, hasta la fecha, quedan en mí reminiscencias de esos días. A tal grado de que tengo que visitar la Ciudad de México al menos una vez por semana porque sigo en mi búsqueda por entender qué quiere decirme la ciudad. Siempre con mis ojos y oídos atentos para captar el mensaje.
Producto de esto son cumplidos como el que me hizo una amiga al decirme “conoces todos los lugares del centro”. O una pareja de amigos, que quiero mucho, que una vez expresaron “nadie conoce el centro como tú”. Aquello me llenó de orgullo y felicidad. Pero debo decir que siempre volveré a ser feliz al tener la oportunidad de caminar por ese microcosmos que es el Centro Histórico, que para mí, siempre será un infinito de posibilidades por vivir.