Conocí la poesía de Oliverio Girondo en una de las primeras clases que tomé en la licenciatura. En ese momento, a pesar de lo mucho que me gustó, no sabía la importancia que adquiriría en mi vida.
La maestría fue un periodo de muchos contrastes; a ratos muy luminoso por los viajes y el aprendizaje, pero a ratos demasiado oscuro por la frustración académica y la evidencia de mi mediocridad en ese campo.
Pasé alrededor de dos años dedicada a una investigación en torno al existencialismo y las conexiones de éste con la poética de Oliverio Girondo. Resultó un trabajo de 150 cuartillas que seguramente vive en algún estante jamás visitado de la biblioteca de Valenciana de la Universidad de Guanajuato. La vida académica no era para mí y me di cuenta al sumergirme en la investigación y topar con pared a cada rato.
En mi examen profesional uno de los profesores, amable y sin mayor saña, me preguntó por qué consideraba que mi investigación era importante, por qué todo lo que yo había escrito y en ese momento defendía aportaba al conocimiento en torno al autor. Yo, que estaba al borde del colapso, iba a decir muy sinceramente que no serviría para nada, y que lo único que yo quería era salir de ahí. Al final no sé ni qué dije, mi propia aversión a esa etapa ha bloqueado los detalles de tal día de mi memoria. Pero hace unas semanas encontré el facsímil de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, que compré en alguna librería de Santiago, y recordé exactamente por qué mi investigación era importante y todo aquello aportaba a la investigación sobre este extraordinario escritor. Ahora sí habría podido responder. Y es muy sencillo: por la vida, porque la poesía de Girondo camina con el existencialismo de Camus y Sartre y porque no es casualidad que estén tan emparentados, a pesar de que esta conexión no sea algo que se haga evidente de inmediato.
A mí no me interesaba hablar de Girondo en la vanguardia, del cánon que torció con sus poemas y su Manifiesto de Martín Fierro, porque claro que es indispensable decirlo, pero ya se ha dicho millones de veces. Para mí lo importante era la conexión existencialista que llevó a Girondo a escribir una de sus mejores obras, Persuasión de los días, el mismo año en que Camus escribió El mito de Sísifo: 1942.
Mis sinodales me dijeron que yo no había entendido nada de Camus, ni tampoco de Nietzsche y que estaba mezclando arbitrariamente conceptos como “vitalismo”, “nihilismo” y “existencialismo”; en mi defensa, puedo decir que yo jamás utilicé al nihilismo como base en la investigación, y que expliqué precisa y exactamente qué estaba entendiendo por “vitalismo”, así como qué parte de la filosofía existencialista estaba sosteniendo mis argumentos. A mí me interesaba la actitud de alegría que Girondo retomaba en toda su obra, la misma que retomaba Sísifo, tal como lo explicaba Camus en su famosísimo ensayo.
Sísifo cumple día a día con el castigo de subir la piedra hasta el final de la montaña con la certeza de que la piedra se va a caer y él tendrá que recomenzar la tarea; él sabe que no hay escapatoria, lo genial es que halla una manera de alegrarse dentro de su miseria, de trascenderla incluso hasta llegar a alcanzar una actitud feliz. Así lo dice Camus con todas sus palabras: “hay que imaginar a Sísifo feliz”, y de esta actitud se desprende una cosmogonía y una postura frente al mundo. Así como Sísifo, Girondo encuentra la manera de ser feliz. No es que el mundo deje de ser terrible, sino que, a pesar de que el mundo es terrible, son felices.
Girondo reafirma la vida en varios momentos de su obra mediante distintos mecanismos de forma y de fondo; se vale de alegorías, del humor y de recursos que comprenden las metáforas, las prosopopeyas, las escisiones del yo poético y la innovación lingüística. Aunque existan momentos de oscuridad y angustia, en su poesía triunfa la vida por encima de todo, Girondo encuentra que dentro del absurdo de la existencia siempre es posible hallar una redención y una manera de superar todo lo que impida ser feliz.
Cuando Sísifo es capaz de, en palabras de Camus, “ser dueño de su roca”, es posible la felicidad. Cuando Girondo agradece a todo lo existente, por mínimo o desagradable que sea, está logrando también ese grado de felicidad trascendente. La actitud vital dicta que no se trata de escapar del mundo. Para Girondo, el secreto de la existencia no está en el escape o la evasión sino en la consciencia de la insensatez y horror del mundo, consciencia que, lejos de llevarlo al abandono, reafirma su interés por seguir existiendo, en y a pesar del mundo. Esa actitud, aunque mis sinodales no lo vieron o yo no lo supe expresar, es la actitud del Sísifo de Camus y es una actitud que no sólo puede verse en la poesía o en la literatura o en el arte, sino en la vida misma.
Mis traumas y obsesiones con el tema de la renuncia y lo terrible del mundo se resolverían si yo fuese como estos dos rebeldes que lograron ser felices. Por eso Girondo, por eso la vida, porque es más sencillo hundirse en el fango y no luchar, es más sencillo renunciar a todo (yo misma renunciaría a todo) antes que dedicarse a trascender la realidad y superarla.
Mi percepción del vitalismo en Girondo es esa. Por eso él, por eso la locura exquisita de En la masmédula, por eso el absurdo divertidísimo de Espantapájaros, por eso la realidad tergiversada de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Por eso, más allá de la poesía, por la vida.
Un dato curioso para cerrar esta nota; quizá no tenga nada que ver, pero es interesante la coincidencia. Algunos de los escritores contemporáneos de Girondo se suicidaron: Horacio Quiroga en 1937, Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones en 1938. Girondo no se decantó por esta opción, la descartó como lo estipuló Camus, y logró escribir su libro más vanguardista y arriesgado en los últimos años de su vida.
Referencias:
Girondo, Oliverio, Obras, Poesía, Losada, Buenos Aires, 2002, 460pp.
Camus, Albert, El mito de Sísifo, Alianza, Madrid, 1999, 179pp.