Escuelas católicas

Escuela católica
Me puse a recordar mis años en esa escuela católica, con una nostalgia agridulce. Foto: Pixabay.

Si hay alguien a quien recuerdo con cariño de mi época de estudiante, a pesar de distancias de todo tipo, es a mi profesor de Español de la secundaria. Un día lo encontré en Facebook y lo agregué. No publica mucho, pero en la semana compartió un anuncio de la escuela católica a la que yo asistí y donde coincidí con él (escuela en la que estuve desde el kínder hasta la preparatoria). Era un anuncio para promover las inscripciones para nuevas generaciones.

Me puse a recordar mis años en esa escuela, con una nostalgia agridulce, y concluí que en realidad había muy pocas cosas que yo de verdad rescataría de esos años. El anuncio enlistaba una serie de “virtudes” que apelaban a resaltar aquello que hacía a escuela diferente y muy importante, por ejemplo; “Pastoral juvenil y familiar”, “Preparación al sacramento de la comunión o confirmación” y “Formación humana”.

Pienso muchas cosas, en especial en que fracasé en todas ellas. Ni siquiera me queda claro qué es eso de “Pastoral” (¿serán las misiones a las que nunca quise ir?); ciertamente me preparé para la Primera Comunión, sucedió cuando tenía nueve años y por lo tanto ninguna opinión ni inteligencia suficiente como para cuestionarla o rechazarla. Nunca hice la confirmación, ya en la preparatoria me preguntaron si quería hacerla y me negué. Formación humana, ¿qué es formación humana? Quizá se refieran a las clases de Educación en la Fe, que me metieron más dudas que certezas; recuerdo que eventualmente decidí que prefería dedicar mi tiempo a la historia o la literatura en lugar de aprenderme los sacramentos. También opté por ya no ir a retiros y desconectar mi cabeza en las horas de rezo y misas obligatorias.

Pero lo que más me hizo corto circuito en esa época fue ese miedo absurdo que nos metían hacia nuestra propia sexualidad y nuestro cuerpo, para privilegiar bajo argumentos enclenques nuestra bendita castidad y la importantísima abstinencia. Uno de los ensayos más brillantes de Margarita García Robayo contenidos en Primera persona es el que cierra el libro y se llama “Educación sexual”. En este ensayo ella habla sobre algunos aspectos de su formación escolar (quizá durante la secundaria y la preparatoria) en un instituto católico, uno que yo encontré muy similar a la escuela a la que yo asistí.

Una de las cosas que más me llamaron la atención en el ensayo fue la mención de un curso pro-castidad llamado “Teen Aid”, un curso que en realidad buscaba el miedo, se enfocaba en el horror del aborto y la culpa. Cuenta la autora que, como parte del curso, se proyectaban películas horribles y falsas: “la cabeza de un feto aplastada por una pinza gigantesca o chamuscada por el efecto de una gran jeringa que te introducían por la vagina y bombeaba ácido. los bebés salían maltrechos pero enteritos; los metían en unas bolsas negras y de ahí al container de basura”.

El feto muerto era como el infierno y el infierno (feto muerto o no) era el resultado de acostarse con un chico, pero paradójicamente había en el mensaje un gran hueco: hay que ser castas, por supuesto, pero al dedicar la lección más persistente y diaria al tema del aborto (y el terror mal encaminado, porque obviamente abortar produce terror) debía reconocerse el fracaso en la lección. Y lo más absurdo venía después: la culpa. Parece que no hay nada con lo que una religión lucre de manera más exitosa que con el arrepentimiento; entonces, con la castidad fallida hay una posibilidad de redención: la chica peca, se acuesta y se embaraza (muy probablemente porque no se le ha dado la suficiente educación sexual y se ha satanizado a los anticonceptivos), entonces siente culpa y para subsanar el tremendo error se casa, porque el pecado de acostarse con alguien es redimido por la entrega al sagrado matrimonio.

Recuerdo esas clases de Educación en la Fe que se trataban de asustar sin informar. Tener relaciones sexuales es malo y siempre tiene consecuencias terribles. Al menos en mi escuela católica había una consistente promoción de la abstinencia sexual en las alumnas sobre todas las cosas, sin darse cuenta de que la educación sexual era fundamental para la vida. Sí la había, pero muy por encima y tenía soterrado el discurso del terror sobre nuestra propia humedad y deseos, lo cual desembocaba en ignorancia. El aleccionamiento frente a nuestro cuerpo como tabú y la prohibición de entregarnos sexualmente se convertía al final en una tentación insalvable, como lo es de cualquier forma, pero, gracias a la negación, sin acceso a anticonceptivos. En la secundaria, como ningún muchacho me hacía caso, no tuve en esos años la disyuntiva ni la tentación de caer en el pecado, pero sí reconozco que lograron sembrarme un miedo absoluto.

Además, nos alentaban a esperar al matrimonio. Una vez , ya en la preparatoria, se me ocurrió cuestionar y dije abiertamente que yo sí iba a tener relaciones sexuales cuando lo deseara, si se presentaba el momento, siempre que fuera responsable al respecto, dije que yo no le veía nada de malo. Me di la arrepentida de mi vida por externarlo, y la maestra en cuestión se encargó de regañarme frente a la clase para convencerme de lo equivocada que estaba. Yo no tenía ni dieciocho años, pero entendí que era inútil discutir con gente necia, entonces hice de cuenta que me había convencido, y me senté.

Margarita García Robayo retoma otro asunto importante, a partir de los mitos absurdos como que “para una niña católica abortar era lo mismo que mutilar al niño Dios con un alicate”. Y da cuenta de historias de niñas que terminan embarazadas, pero no sólo eso sino violadas, sin que los violadores, aunque se conozcan, sean verdaderamente juzgados porque son niños de otra escuela católica (pero para hombres) y siempre el silencio será el mejor aliado. La religión gusta de guardar silencio.

De vuelta al inicio, me siento tan desvinculada de esa educación, y aunque le tengo un tremendo cariño y agradecimiento a mi profesor de Español (estoy segura de que fue uno de los mejores que tuve) y a algunas amigas y contadas experiencias que pasé ahí, pienso que si yo tuviera una hija no la inscribiría a la escuela, porque nada de lo que proponen va de acuerdo con mi manera de pensar. El hecho de que él compartiera el cartel de las inscripciones abonó a que yo recordara y sobre todo reflexionara sobre todas las lagunas que tengo de esa etapa, como si recordara sólo por episodios una que otra cosa que por capricho de la memoria me parece digna de conservarse.

Sé que al final somos el resultado de todas las cosas que nos suceden, las experiencias que vivimos, las decisiones que tomamos. Probablemente mi reticencia a la religión no hubiera sido tal de no haber vivido tantos años asoleada por ella. Agradezco haber vivido lo que viví y tener esta perspectiva. Y también saber que existe la contraparte, el recuerdo no triunfante de esa educación, sino la rebeldía, la conciencia, la mirada más allá de lo que se dice que debe ser.

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *