En el ensayo Escribir el mal: literatura y violencia en América Latina Sergio Rojas se pregunta por qué interesa particularmente la violencia en el arte y con qué objetivo se recurre a su representación. Una respuesta posible es: “para evitarla”; pero hemos sido testigos de que la violencia se sigue perpetrando y además es tan coloquial y tan cercana que los intentos por representarla para detenerla a veces se convierten en medios para seguirla mirando como parte del día a día.
Cuando leí La parte de los crímenes, que conforma una de las cinco novelas de 2666 de Roberto Bolaño, tuve una sensación peculiar. Bolaño muestra una historia que tiene un eje importante en la violencia, pero el autor la utiliza para hacer conciencia de ella misma. Son frecuentes las descripciones detalladas de los cuerpos hallados, sin embargo, Bolaño no busca concentrarse específicamente en el horror; la ficha forense es sólo una parte y que el verdadero sentido de la descripción es una llamada de atención hacia la historia personal de la víctima. Bolaño opta por enfocar en los detalles: posa la mirada en elementos que reintegren al cadáver ultrajado como una persona viva. Las descripciones van más allá de lo informativo, busca apelar a que ese cuerpo es de alguien con historia, una persona con apellidos y vida recién truncada.
Este mecanismo tiene como objetivo final el de instalarse en la memoria. Otros escritores buscaron que la violencia fuese un arma a su favor, en el sentido de que les ayudaría a hacer ver y a transformar: manifiestaciones que apuestan por la vida de las víctimas en el intento de ir más allá de los crímenes y de la violencia tan satanizada pero al mismo tiempo tan adoptada como parte de la sociedad y la existencia misma.
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La poesía documental de los chilenos Carlos Soto Román y Jaime Pinos busca hacer evidente la violencia para tenerla en el presente y en la memoria. Esta consigna pone un punto en común con lo mencionado por Rojas sobre que la representación de la violencia se realiza para que no suceda nunca más. Soto Román y Pinos, a partir de diversos mecanismos, muestran que el documento mismo de las cosas como ejercicio de la violencia tiene como objetivo no permitir el olvido y enfatizar la memoria como elemento fundamental.
Pronto se cumplirá otro año más de que en 2014 fueron desaparecidos los 43 estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayozinapa. Sin entrar en el incomodísimo detalle de la impunidad, pienso que las manifestaciones sociales que se han hecho desde entonces han estado inteligentemente acompañadas por elementos que, como los crímenes en Bolaño, apelan a las personas y no a las multitudes, a los seres humanos con nombres y apellidos más que a la desaparición. Por eso ha funcionado contar hasta el 43, por eso ha sido importante usar las fotografías de cada uno de ellos, consignar sus nombres y sus edades cada que hay oportunidad.
Estos actos buscan volver al protagonismo de la memoria y a la importancia de enfatizar en los detalles como un mecanismo que no permita el olvido. Diferentes manifestaciones artísticas y sociales se han construido para denunciar las atrocidades, pero sobre todo para no dejar que la violencia sea hecha a un lado y jamás vuelva a ocurrir.
Años después de los sucesos, en el Paseo de la Reforma se erigió un monumento que recuerda la búsqueda de los desaparecidos. Pero conforme pasan los años la memoria pierde fuerza y los monumentos en su honor se transforman en elementos del paisaje que dejan de significar. En La virgen de los sicarios Fernando Vallejo escribe algo que logra sintetizar bastante bien el problema del olvido social: “La fugacidad de la vida humana a mí no me inquieta; me inquieta la fugacidad de la muerte: esta prisa que tienen aquí para olvidar. El muerto más importante lo borra el siguiente partido de futbol”. El hecho de que el mismo gobierno mexicano haya permitido la instalación de un monumento y un campamento lleno de fotografías podría hacer parecer que está apelando a la justicia social, a la visibilidad de las atrocidades, a la memoria, a no volver a permitir la violencia, pero con el paso de los años la injusticia se irá convirtiendo en un elemento más de las avenidas.
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Con la situación de las muertas de Juárez, al paso del tiempo, ha sucedido casi lo mismo: la impunidad de la mano de la atención a otros asuntos más urgentes y, finalmente, el olvido. El esfuerzo de Bolaño por darles ua cara y una historia a las asesinadas en Ciudad Juárez en su momento ayudó a generar un sesgo específico en la memoria, pero el tiempo, los acontecimientos y el mismo sistema político que llena de tantas nuevas atrocidades empuja al olvido; las mismas consignas contra el olvido se convierten en parte del sistema.
En un mundo donde la violencia puede ser el pan de cada día, la escritura y el arte deben generar sus propios mecanismos para que la violencia sea plasmada y no sea intrascendente. Esto lo hace Bolaño con la decisión descriptiva que toma para reproducir en su novela la manera en que los cadáveres tienen su lugar en el mundo.
Quizá a través del arte, la memoria y la violencia puedan tener un espacio que los gobiernos y los Estados quieren silenciar a como dé lugar. Sin embargo la conciencia de la memoria requiere todavía un paso más adelante. En La metamorfosis Franz Kafka da una pauta para entender y confiar en que lo terrible se vuelva normal, pero justo ese es el riesgo, el arte tiene que luchar perpetuamente para que los hechos no se queden como parte de una historia que ha dejado de significar, para que la violencia no permanezca en el día a día y la memoria tenga efectivamente una manera real de separarnos de la violencia intrínseca.