A los quince años llegué a la conclusión de que era terrible inculcar la fantasía de los Reyes Magos o de Santa Claus a los niños. Me parece bien raro estar en contra de una de las convenciones sociales más aplaudidas y aceptadas, encontrarme en la oposición en un asunto cero polémico frente al que todo mundo parece participar alegremente en sintonía, aunque se trate de una mentira.
Recordé este trauma mío mientras leía Poeta chileno de Alejandro Zambra, concretamente a partir de algunos pasajes que traen a discusión la existencia de Santa Claus. Uno de los protagonistas de la novela, Gonzalo, se enfrenta al abrupto escepticismo de su hijastro, Vicente, quien afirma haber escuchado que Santa Claus no existe, lo que pone en jaque sus convicciones, y quiere encontrar una respuesta.
Mientras ambos se encuentran formados en la caja del supermercado, Vicente suelta la sentencia. Gonzalo, en papel de padre, dice que por supuesto que existe y que ya está harto de que ese rumor siga existiendo. “Ya me tienen chato”, se queja. Luego de ahondar en temas superfluos como el nombre del personaje llega su turno de pasar sus compras por la banda. Aún en el calor de la discusión, la cajera se mete a la charla para participar activamente en el engaño, y dice: “Yo lo conozco, ha venido a comprar aquí […]. Viene con lentes oscuros y un pasamontañas, para que nadie lo reconozca ni le pidan autógrafos. Se viste bien sencillo, con bluyines y pantuflas. Compra su whisky, su quesito chanco, sus omeprazoles, y se va. El otro día compró además un abanico para el calor.” Al principio, Vicente la mira con ansiedad, pero con esa historia llena de detalles y la sonrisa de la cajera, el niño parece convencerse, y pasan a otra cosa.
En otro momento de la novela, Vicente insiste en que los adultos se ponen de acuerdo para mentirles a los niños, a lo que el padrastro, para contraargumentar, demuestra que eso no puede ser, ya que evidentemente los adultos pelean para todo o casi para todo, por lo tanto, es imposible que logren ponerse de acuerdo para cualquier cosa, menos para algo tan delicado como la orquestación del 24 de diciembre.
Me impresiona mucho el hecho de que una de las reglas no dichas de ser padres (o quizá simplemente de ser adultos) yace en la fabricación y preservación del engaño con todos los argumentos posibles. Yo me sigo preguntando cuál es la necesidad de fomentar esta mentira. Entre todas las que se dicen a los niños, ésta me parece la peor. Que debe ser así por su ilusión, dicen algunos, pero ¿y la desilusión? ¿No hay suficientes cosas espantosas en el mundo de las que se van a desilusionar de todos modos como para regalarles una más porque sí?
De vuelta a Poeta chileno, ese mismo año, cuando llega el mentado día, los padres de Vicente hacen el teatro necesario para que el niño siga creyendo; todavía lo logran. Al siguiente, sin explicaciones aparentes, Vicente deja de creer, pero ahora es su turno: convence a sus padres de que lo sigue haciendo y en un plan vengativo pide tantas cosas le es posible sólo para ponerlos en aprietos. Los padres argumentan entonces que el viejo Santa Claus compra los regalos, pero al final son los padres quienes deben reembolsarle lo gastado.
De niña yo también creí todo, al igual que mis compañeritas de escuela. Y ese sentimiento de “me están queriendo tomar el pelo, y yo no soy estúpida” es muy real y no es bonito (no me manifesté en venganza, pero sí recuerdo que me sentí como tarada por haber creído una tontería ciegamente). Creo que, aunque en la novela el autor no lo transparenta así, hay algo de enojo de parte de Vicente por esa insistencia en hacerlo creer en algo (con todo detalle y teatralidad) que los adultos siempre supieron que era mentira.
Creo que dejé de creer en los Reyes Magos a los ocho, no estoy segura, aunque sé que antes ya sospechaba sobre la mentira. En el kínder llevaron a unos señores disfrazados, el que se supone que era africano y que debería tener la piel morena era nada más un señor pintado de la cara que olvidó pintarse las manos también; con eso yo supe que aquello era nada más una orquestación, un engaño. Varios años después también dejé de creer en Dios, y creo que ambas creencias están al parejo en varios sentidos, al final las dos se tratan de depositar la fe en cosas inexistentes en espera de un favor de seres mágicos, sólo que una es para niños y la otra para adultos. Es parte de la vida que los niños se den cuenta, con los adultos no siempre sucede.
No sé si yo tendré hijos, mucho lo pienso porque con qué cara traería yo a un ser humano a este mundo lleno de cosas tan espantosas; y si lo hiciera quizá trataría de prepararlo para afrontar, en lugar de llenarle la cabeza de mentiras, o quién sabe, dicen que a la mera hora gana la ternura o algo así. Hasta la fecha siempre que el tema sale en alguna conversación veo la fuerza de esta regla no dicha pero socialmente aceptada en su totalidad; suelo permanecer callada, pero sé mi papel: a mí me toca ser el bicho raro que quita las ilusiones, el que pregona que el mundo real no admite ilusiones absurdas.