Romita, el barrio que transpira historia a cada hora del día

Son las 4:30 de la tarde y ya está montándose el puesto de enchiladas que Rita, dueña de la miscelánea Plaza Romita, instala desde hace más de 20 años.

Son las 4:30 de la tarde y, como cada viernes, ya está montándose el puesto de enchiladas, quesadillas y sopes que Rita, dueña de la miscelánea Plaza Romita, instala desde hace más de 20 años todos los sábados y domingos para alimentar a los fiesteros de las noches de juerga.

No es la única que vende garnachas. A unos metros, en el 26 —predio cuya fachada es de las más antiguas del barrio— doña Lety hace lo propio los jueves, viernes y sábados. Lo suyo es el pozole y lo que le trae más clientela. Sus comensales ya la conocen y le son fieles desde hace 30 años, quizá más.

También hace poco se sumó a la vendimia del buen sazón Jocelyn. Su puestecito lo acomoda afuera de la tienda San Pancho, propiedad de su marido, para ofrecer tacos de sudadero a lugareños o a extraños que trabajan por la zona. Ella vende diario y cocina afanosa todos los días en su domicilio después de llevar a su hija a la escuela.

En el paisaje de todos los días también se ven el puesto de jugos de “El Toluco” atendido por él y su esposa, y los tamales matutinos de Mari, quien no desaprovecha el lugar para ofrecer chilaquiles y uno que otro cafecito con bizcocho. De todo eso se arma La Romita, el barrio que se resiste a la gentrificación despiadada y al olvido amargo de una ciudad vertiginosa.

La madre negada de una hija ingrata

Como ya es costumbre, la puerta blanca de la lechería Liconsa —que comparte muros con la Casa de Cultura Romita— se abre poquito después de las 6 de la mañana. Las señoras de las unidades habitacionales, construidas después del sismo de 1985, salen con sus batas y camisones a comprar un par de bolsas y a revisar si la señora de la ropa, que se acomoda a unos metros del local, tiene alguna “garrita” que les venga bien.

La vida arranca desde ese momento y los habitantes de esta zona ya se ven por todos lados. Los adolescentes asisten acelerados a las secundarias aledañas y poco después son los niños quienes van corriendo con sus mamás porque ya les hizo tarde.

A pocos minutos ya también los oficinistas y quienes trabajan en otras partes de la capital arrancan sus coches y dejan lugares vacíos que permanecen así durante poco tiempo, pues trabajadores de otras calles encuentran el perdón del parquímetro y su araña entre los callejones de San Cristóbal, Durango, Guaymas, Plaza y Real de Romita.

El ruido de la tortillería Romita, que ahora se encuentra en el número 24, pero que durante muchos años tuvo su lugar o y UT en la lítrofe entre Guaymas y Plaza de Romita, es parte de la sinfonía que se acompaña de varios solos interpretados por los ladridos de las mascotas que son paseadas en los jardines de la iglesia de Francisco Javier.

De un tiempo a la fecha, cada vez más perros se ven entre los matorrales y adoquines que adornan la fuente y que funciona de atrio de la entrada de la iglesia. La pequeña capilla también ha cambiado mucho con el paso del tiempo; ya es custodiada por ahuehuetes ni tiene la vieja barda que se ve en las fotos, propiedad de vecinos afortunados.

El maestro “Balín”, carpintero cuyo taller ha estado en el mismo lugar desde hace 50 años, ya inicia sus labores al igual que “Los Mode”, mecánicos que tienen más tradición que clientes en su taller instalado en una camioneta roja al inicio de la calle de Guaymas.

El jardinero y el barrendero inician labores. El primero limpia la hojarasca y recoge la basura que varios vecinos inconscientes dejan en los pequeños botes apostados entre el enrejado verde que protege a unos pequeños arrallanes, algunos color café claro, que muestran su imposibilidad de transformar dióxido de carbono por oxígeno. Mientras, el segundo inicia el mecanismo de la fuente y con la poca agua que queda la reparte entre el árbol de hule, algunos frutales y otros más que no han crecido dada la cercanía que hay entre la vegetación.

Apenas son las 10 y ya la pollera avanza a tijera y plancha con los pedidos. Corta muslos, pechugas y también saluda a los vendedores ambulantes que guardan sus puestos de dulces, fruta y comida a un costado del Huerto Romita —que en los 90 fue un gimnasio, pero que antes, fue la casa de una familia famosa entre los vecinos por ser entrones para el pleito— y que inician su día no muy lejos, entre las colonias vecinas.

Llega el medio día y ahora las puertas del templo construido en 1531 están abiertas. Se prepara la sacristán para dar la bienvenida a creyentes de San Judas y San Francisco Javier. Ya casi nadie le reza al Señor del Buen Ahorcado, esos tiempos quedaron atrás con la época colonial, aunque él sigue en la reja esperando a quien deseé pedirle algo y regalarle una veladora.

Por un momento, y salvo el “viene viene” que lleva y trae algunos coches, el lugar queda estático, como lo ha estado desde antes de la Conquista. Pues este lugar, incluso cuando su nombre fue Aztacalco, permaneció quieto, casi inmaculado ante el tiempo, los cambios y la propia transformación de lo que algún día fue un lago donde se asentó la última gran civilización precolombina y que ahora alberga a la ciudad más ajetreada del país, tal vez del continente.

Romita, que ahora cuenta con pocos árboles altos, debe su nombre a la gracia de quienes encontraron semejanza con un pasaje en la antigua Roma por tener un imponente arbolado que desembocaba en Chapultepec. Ahora el pequeño pueblo citadino sirve de espacio para “godínez” y trabajadores de construcciones que quieren comer en un lugar donde se les olvide el estrés y que deben volver a trabajar. Ya son las dos de la tarde.

Los niños y adolescentes regresan a sus casas. Ya no se ve el folclor de hace 15 años donde sus hermanos mayores —a veces sus padres— tomaban la calle más amplia para chutar y ‘armar la reta’ hasta que llegara la hora de irse a dormir. La pausa reglamentada en ese entonces era para ir a comer, después de eso, a jugar hasta que el 15, el 26 o el 18 —unidades habitacionales con departamentos de interés social— perdieran y pagaran el “chesco”.

Ahora los niños se quedan dentro de sus predios y no se ve mucho movimiento, salvo quien utiliza de paso los callejones que dan a importantes avenidas o a populares calles, como Morelia, Puebla, Durango o Cuauhtémoc, antes conocida como La Piedad.

Son las 7 de la noche. Ahora la vida se manifiesta en otra forma más parecida a la que se ve en calles circundantes como Frontera o Colima. La tienda de Rita es el principal atractivo y de nueva cuenta los sonidos de perros nerviosos se escuchan entre los alrededores del barrio que sirvió de locación para que Luis Buñuel hablara de la desigualdad social del México del siglo XX.

No queda mucho de esa imagen retratada en ‘Los Olvidados’; ya no se aprecia esa marginación ni tampoco la sensación de peligrosidad propia de los barrios bravos de la ciudad. También desaparecieron las ferias con juegos mecánicos y perritos malabaristas que alegraban a los niños pobres de las vecindades. Ahora sólo se festeja el 28 de octubre y cada vez con menos fuerza. Ya ni siquiera vienen los juegos de canicas; a veces tampoco se paran por acá los vendedores de buñuelos.

Tampoco se ve esa pobreza picaresca y romantizada resaltada en ‘Tu camino y el mío’, donde Vicente Fernández interpreta a un mecánico pobre, pero honrado. Ahora de vez en cuando turistas aprovechan el tour de la cerveza para visitar la antigua casa del luchador social y político Gilberto Rincón Gallardo, escuchar anécdotas de aquel entonces y caminar por los pasillos. Los ciclistas también se acercan a la Romita para convertirla en su punto de partida para sus rodadas nocturnas.

La luz sepia que alumbra los jardines, da una sensación de nostalgia, principalmente entre extraños que, asombrados, llegan por error y descubren que existe una burbuja de tranquilidad a pocos kilómetros del primer cuadro de la ciudad. Se sorprenden también porque muchos de los lugareños se saluden con tanta familiaridad, como lo hacían antes o como todavía ocurre en muchos pequeños pueblos del interior de la República.

Doña Lety y Jocelyn ya están vendiendo, al igual que Mari quien cambia los tamales para servir esquites, elotes y patas con mollejas. Las tres consienten a sus clientes con sus respectivos manjares. Los coches continúan avanzando. Utilizan las calles de este barrio como atajo, para evitar dar más vuelta, aunque muchos no saben que pisan uno de los últimos bastiones de lo que fue el México prehispánico, el colonial y ahora el moderno.

Romita, madre de una hija ingrata llamada Roma, ahora se prepara para descansar. Ya pasan de las 11, las tiendas empiezan a cerrar, doña Lety continúa atendiendo aunque dentro de poco también dejará de trabajar. Ya se ven menos autos, muchos ya están estacionados. Se escucha más frecuente el “buenas noches”, y se oye menos el abrir y cerrar de los zaguanes.

Llegó la noche y a lo largo se escucha el pasar del tiempo que una vez más acaricia con suavidad este barrio, quizá como a pocos, y que probablemente sea la razón por la cual Romita se mantiene intacta ante la llegada de otro día en la inquieta Ciudad de México.

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