Todo empezó por una esfera:
Llegamos a la casa el 15 de noviembre. Mi papá estuvo buscando dónde vivir desde antes que le avisaran en el trabajo que debía mudarse a la Ciudad de México. Era gerente general de la empresa para la que laboraba desde hacía 15 años. Se dedicaban al ensamble de computadoras para una marca que ya dejó de existir. Nosotros éramos de León. Vivimos durante toda mi infancia y parte de mi adolescencia en la calle Juan Valle, justo a una cuadra antes de llegar al Templo Expiatorio.
Debo decir que nunca antes nos pasó nada parecido en nuestra tierra, pese a que se contaban infinidad de historias sobre las criptas y nichos que había en esa iglesia. Ni siquiera nos llegó a ocurrir algo parecido a lo que una reportera chilanga de nombre Diana Ramírez Luna escribió cuando visitó el panteón San Nicolás.
La nueva casa donde llegamos estaba en la calle de Ignacio Manuel Altamirano, en la colonia San Rafael. Una morada muy normal de dos plantas, fachada azul, ventanas sencillas, piso de lozeta rosa con algunas raspaduras y varias recámaras. Nada salía de lo común. Algunos detalles en las paredes y una mancha con varios tonos de gris y negro en la esquina de la sala, quizá por alguna filtración de agua.
Mi papá buscó una casa donde mi hermano y yo tuviéramos independencia de cuartos; él apenas iba a entrar a la adolescencia y yo ya tenía 17. Definitivamente se cumplieron la mayoría de las cosas que mi mamá pidió. Una cocina grande, dos baños y hasta un balcón donde puso un par de macetas.
En principio no estábamos muy seguros de vivir en la capital. Mi hermano iba a entrar en una secundaria cerca de casa y yo iría a Prepa 4. Hablábamos con acento y sabíamos que no sería del todo fácil pasar desapercibidos entre los nuevos compañeros, sin embargo, por un tiempo todo pareció de lo más cotidiano. Mi mamá hacía las labores de la casa y mi papá siempre llegaba a cenar a las ocho. Teníamos la costumbre de dormirnos temprano; por lo general antes de las 11 ya estábamos en la cama.
Durante tres semanas esa fue nuestra rutina. Hasta nos empezaba a gustar la ciudad pese al trafico, la contaminación y los pelafustanes que me decían cosas obscenas, sola o acompañada por mi mamá, cada vez que me ponía un vestido, un short o simplemente cuando salía a algún mandado.
Llegó la época decembrina. Mi familia tenía todas las tradiciones de las fechas: adornar un árbol, poner nacimiento, arrullar al niño y organizar las posadas cuando vivíamos en Guanajuato. Extrañábamos a mi abuela porque ella nos ayudaba a montar las posadas; añorábamos hacer piñatas y repartir fruta. Con excepción de eso, fueron días normales hasta aquel jueves.
Una vecina invitada por mi mamá estaba sentada junto al árbol. La había pasado a tomar un café y no eran siquiera las siete cuando mi mamá se paró a servirle otro poco. A doña Lety le gustaba ver el nacimiento cada vez que iba y en esa ocasión no fue la excepción. Mientras mi mamá estaba en la cocina, doña Lety veía los detalles de nuestros adornos. Siempre se admiraba, pero aquel día, la sorpresa fue diferente.
–Dulce, esa esfera se mueve– dijo doña Lety con cierta incredulidad.
–¿Cómo que se mueve?– contestó mi mamá.
–Sí, mírala– volvió a decir con cierto susto.
Mi mamá revisó el árbol para creer lo dicho por la señora Leticia. Por un momento creyó que había una corriente de aire pero las ventanas más cerca estaban cerradas. La esfera, en forma de gota, se movía como péndulo de reloj con la misma cadencia como si tuviera energía propia. Mi madre tomó la esfera y la puso en la mesa.
–Mira Dulce, ¡ahora se mueve la otra!– gritó Leticia.
Mi mamá volteó rápidamente para comprobarlo. Su sorpresa aumentó cuando después de quitarla, la esfera contigua también empezaba a moverse. Leticia se puso de pie, histérica ante tal cosa. Mi mamá por su parte se hincó para rezarle al adorno y preguntar si le hacía falta algo.
–Descansa, te pondré una veladora, pero ya no estés entre los vivos– le dijo mi mamá sin quitarla. En automático dejó de moverse, parecía que habían apagado un interruptor. La reunión acabó tan rápido que hasta doña Leticia abandonó su monedero. Y aunque al poco tiempo se acordó, prefirió mandar a su hijo mayor para que lo recogiera.
Durante la cena, el tema de conversación fue el acontecimiento. Mi mamá nos contaba cómo de un momento a otro la palidez en el rostro de doña Leticia se hizo presente. Cuando terminó de contarnos, la puerta del baño de la planta baja se azotó.