Uno de los eventos más divertidos al viajar ha sido el que confundan mi país de origen. En más de una ocasión he sido identificado como un connacional de diferentes latitudes del mundo, desde Sudamérica hasta el Medio Oriente, la personas han jugado “el adivina de dónde soy” conmigo. He aquí los más interesantes.
Venezolano: pasó en la ciudad de Logroño, en la provincia de la Rioja, España. Resulta que hace varios años tenía una novia que me invitó a pasar con ella dos meses al país ibérico. Una tarde fuimos a comer las famosas “patatas bravas” de la región, que sus amigos aseguraban picaban, incluso, para un mexicano.
Cuando las bravas estuvieron frente a mí, me llevé una inmediatamente a la boca. La patata estaba recién horneada y ardía, me quemé de forma horrible el paladar. En ese punto, mientras agonizaba por el ardor y hacia muecas de dolor, un simpático riojano se acercó a mí y me abrazó, una vez que su brazo estaba sobre mis hombros gritó al cocinero “¡tráeme una bravas igual de picosas que las que diste a mi amigo venezolano!”
Resulta que la gastronomía venezolana tiene una base de sabores dulces, he ahí el origen de que me adjudicaran como un hijo de la cuenca del Orinoco.
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Indio: fue en Lisboa, poco antes de que mi primera visita a ese país terminara, me metí a una tienda de “souvernirs”. Una vez que tuve los suficientes recuerdos para todos los seres queridos fui a la caja y le pedí al dueño de la tienda que los envolviera. El vendedor era un chico de unos treinta años de origen indio, mientras envolvía cada regalo me miraba de reojo con un poco de curiosidad; de repente me preguntó: “¿de qué provincia eres?”.
En mi rostro se dibujó la extrañeza. Le dije que era de la Ciudad de México (es un lio tremendo explicar a los extranjeros que existe una Ciudad, un Estado y un país llamado México). Ante mi respuesta empezó a carcajearse. “¡Hubiera jurado que eras de la India!”. Pronto me comentó que venía de Kolkata, llevaba quince años en Portugal y me dijo que si algún día viajaba a la India, en el aeropuerto me recibirían al grito de “Welcome Home!”.
Mi amigo indio, llamado Aryam, tenía un hobby: coleccionar billetes de diferentes países. En su mostrador tenía de Sudáfrica, Nueva Zelanda, Argentina, Rusia y Afganistán, añadí a su colección un billete de cincuenta pesos, con la imagen de Morelos “el siervo de la nación”. Le expliqué que era un héroe de la independencia de México, sonrió feliz y me estrechó la mano con mucho cariño antes de salir de la tienda.
Brasileño: fue un gritó que escuché en la calles de Porto. Empezaba a anochecer y las calles se llenaban de personas en busca de diversión y de un poco de vida nocturna. Había un bar donde ponían música latinoamericana que empezaba a llenarse y unos chicos afuera hacían promoción para invitar a los transeúntes a pasar. Casi cuando caminaba frente a la puerta del bar una chica me gritó con emoción: “¡Brasil!”.
Lo único que hice fue mirar a los lados, diez segundos después, entendí que me lo había dicho a mí. Le dije que era mexicano y se sonrojó por el error.
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Pakistaní: me lo dijeron como pasajero de un taxi en Dusseldorf, Alemania. Camino al aeropuerto, varios chicos del grupo de mochileros decidimos viajar en auto para llevar más cómodamente el equipaje. Yo iba sentado en el asiento del copiloto, el chofer era de rasgos árabes y me empezó a decir que extrañaba Azab Kashmir, región de la que era originario. Me preguntó si no me pasaba lo mismo, si iba a viajar para visitar a la familia en el Levante. Con simpatía le dije que viajaba a la Ciudad de México, al igual que Aryam, me miró sorprendido.
Colombiano: fue en Montevideo, cuando revisaba los anaqueles en una librería de segunda mano. Un señor veía a mi acompañante y a mí con simpatía; hizo la consulta “¿Son colombianos?” Al decirle que veníamos del país de los aztecas y los mayas nos contó las maravillas de la Rivera Maya y las “mejores vacaciones de su vida”, hacía unos años.
Por fin….Mexicano: apenas alguien acertó el año pasado en Londres. Caminaba junto a mi madre y mi hermana sobre el puente Westminster, hacia el barrio de Lambeth, cuando un vendedor de souvenirs me gritó “¡viva México!”. Sorprendido lo volteé a ver, quizás, hasta se me iluminó la cara. Era un buen vendedor, fue tan buena su estrategia de venta y su encanto que los tres le acabamos por comprar un souvenir.
Epilogo
Con el tiempo me he dado cuenta que soy un mexicano de aspecto particular. La primera vez que entré en razón de esto fue cuando viajé a Zacatecas, a los dieciocho años. La recepcionista quedó maravillada conmigo, me dijo que tenía fisonomía de veracruzano, la estatura de un sonorense y el acento de un chilango. Entre varias bromas me dijo “eres el jarocho más alto que he visto”.
También, desde la universidad mis amigos me nombraban árabe y hacían broma respecto a ese hecho. Todas estas piezas encajan para explicar las nacionalidades que se me adjudicaron alrededor del mundo.
Debo decir que me sentí feliz cuando ese londinense por fin dio en el clavo. ¿Había algo diferente que percibió ese británico que no habían notado los demás? La respuesta es sí. En ese viaje a Reino Unido estrenaba mi barba de viajero. Mis recorridos anteriores habían sido como un imberbe o perfectamente rasurado adolescente. Mientras me reía de sus bromas y me mostraba una sudadera que terminé por comprarle, me preguntaba cómo había descubierto mi nacionalidad, en un segundo encontré la clave “debe ser por el bigote”.
Sí, a veces los clichés de la Revolución Mexicana son afortunados.