Durante mis años de universitario guardé mucho tiempo una actitud inconforme y subversiva, misma que se veía reflejada en muchos de mis gustos como el rock o el metal o en muchos libros de literatura o filosofía, pero también sentía un rechazo profundo por conceptos que consideraba hijos predilectos del capitalismo, como lo son el “coaching” o la “inteligencia emocional”.
Insertarse en un espacio laboral desde luego que tiene sus retos, el primer reto podría ser la disyuntiva de cuál versión de uno mismo ser en ese espacio. Algunos toman la postura del bonachón o muchos otros optamos por un sutil caminar. Se podría decir que esas son las posturas dominantes, todo lo demás fluye alrededor de esos extremos.
Durante ese caminar, es imposible para los observadores no notar estrategias de supervivencia en los compañeros de trabajo. Es impresionante lo vivas que se encuentran las llamas del despido o del ascenso en cada una de las mentes y cada una de ellas, dependiendo de su rango de acción, hacen surgir el temor o la astucia; es decir, las oficinas son caldo de cultivo de dichos impulsos. Nos encontramos en una jungla llena de oficios y firmas.
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En solo dos años presencié tantos actos de diferente índole que no me faltaron ganas de dejarme la barba tal como lo haría el artista a punto del retiro. De repente un día llegas y alguien ya no está en su cubículo, su presencia solía ser tan monótona y a la vez tan ajena, que quizá deben pasar algunos días antes de que notes su ausencia. Notas por primera vez lo desechable del ‘capital humano’.
En ningún lugar se puso tanto a prueba mi sentido de la justicia como en ese lugar llamado trabajo. Que si, que quizá alguna vez hubo debates en el aula sobre guerras justas, sobre ganadores y perdedores, pero la realidad es que en la mente del que hace la guerra, siempre hay justicia liderándola, incluso para las mentes más retorcidas siempre existirá un raro sentido de la misma. Es un concepto dominante en la vida humana, tanto que quizá la mayoría de malentendidos provienen de dos percepciones opuestas de la justicia.
Para ensordecer mi sentido de la justicia (debe prestarse atención a lo alarmante de dicha afirmación), tuve que recurrir a la inteligencia emocional. Es ahí cuando pienso que mi versión universitaria estaría decepcionada de mí, pero ahora mismo me encargo de explicarle a ese yo del pasado.
Verás, ese sentido de la justicia, mi percepción de la justicia quiero decir, se había metido tan profundamente a mi razonamiento que verla siendo aplastada cada día empezó a dañar mi salud física. Empezó primero con la molestia y el enojo y después se volvió dolor de cabeza e incluso náuseas. Harto de sentirme de esa manera, de intoxicar mi espíritu con sentimientos ‘negativos’, decidí que quizá sería bueno ensordecer mi sentido de la justicia.
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Seamos sinceros, ¿qué es la inteligencia emocional si no eso?, Es la banalidad de mal, todos somos Eichmann en Jerusalén diciendo que ‘solo recibíamos órdenes’ y por eso nos damos el lujo de darle la espalda a la justicia, sí, por más subjetiva que sea pero es nuestra. Aunque los sentimientos puedan ser primitivos y haya que educarlos o evolucionarlos, también son una alarma contra aquello que atenta contra nuestros valores o contra nuestra dignidad.
La inteligencia emocional está ahí para enseñarle al trabajador a tolerar abusos sistemáticos, y el coaching, para explotarlo cada vez más, para decirle que no ha dado todo su potencial, que se ‘autosabotea’, aunque esté al límite del ‘burnout’. Producción en masa, el objetivo ciego del capitalismo, no hay que olvidarlo.
Como decía Antonio Porchia, para observar el mundo no hay que estar en el mundo, sino asomarse a través de él, por eso mi yo de ayer sabe más sobre mi yo de ahora que yo mismo.
Lo que pasa con la inteligencia emocional es que parece siempre encontrar el problema y la solución dentro de uno mismo, en ese sentido es útil. Confieso que nunca había sentido tanta tranquilidad como ahora, aunque temo que podría llegar a confundirlo con indiferencia, lo cual es peligroso.
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Si la inteligencia emocional hubiese importado durante la época del ‘Che’ Guevara, de Lenin, de Mao o de la primera izquierda francesa, ninguna revolución habría visto la luz, precisamente por esa concepción de que el problema y la solución son endógenos. Ya me imagino a los franceses diciéndose entre ellos, “quizá nos haga falta empatía con Luis XVI”. Como decía Marx, “los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.
Las generaciones anteriores solían culpar de todo al mundo, quizá con justa razón. Ahora que la psicología y la psiquiatría han ganado terreno es normal que la solución que se vislumbre sea endógena, pero esa responsabilidad es también una carga. Hay que saber culpar al sistema por cosas del sistema y al hombre por cosas del hombre. Al César lo del César, pues.
Cuando la psicología y las ciencias sociales puedan alcanzar ese hermanamiento, entonces los hombres serán libres de transformarse a sí mismos y de transformar al mundo mientras eso sucede.